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jueves, 31 de agosto de 2017

Es necesario repensar la ciencia económica y abandonar el complejo de querer emular a la física y a su aplicación práctica, la ingeniería




La ciudad de Laufenburg, en Suiza
Seguramente han escuchado alguna vez historias sobre errores en la construcción de puentes cuyas mitades no coinciden al llegar al punto de unión. Tal es el caso del que une las orillas alemana y suiza de la antigua ciudad de Laufenburgdividida en dos por el Rin. Durante su construcción en 2003, los ingenieros descubrieron que llegaban con un desnivel de algo más de medio metro por las diferentes referencias utilizadas para situar el nivel del mar —el Mar del Norte en el caso de los alemanes y el Mediterráneo en el de los suizos— y por un error de cálculo al corregir la diferencia. Afortunadamente, este tipo de fallos es poco frecuente, pero piensen qué ocurriría si los ingenieros acertaran tanto como los economistas. A tenor de los resultados cosechados, especialmente en el campo de la macroeconomía, estos errores serían la norma.
No en vano, en 1997 —10 años antes del estallido de la crisis que pocos supieron ver—, el prestigioso semanario 'The Economist' comenzaba un artículo titulado "The puzzling failure of economics" (el desconcertante fracaso de la economía) preguntándose si el mundo sería un lugar mejor de estar gobernado por economistas. Y en 2009, poco después de iniciarse el ciclo de depresión, que a duras penas estamos superando, afirmaba que “de todas las burbujas económicas que han pinchado, pocas han estallado más espectacularmente que la reputación de la propia ciencia económica” (16/07/2009, "What went wrong with economics", 'The Economist').
De todas las burbujas que han pinchado, pocas han estallado más espectacularmente que la reputación de la propia ciencia económica
Si piensan que exagera, recuerden que en marzo de 2007 Ben Bernanke—presidente en aquel momento de la Reserva Federal norteamericana— afirmaba que “el impacto en la economía en general, y en los mercados financieros en particular, de la crisis de las hipotecas 'subprime' parece estar contenido”. Y lo decía sin ruborizarse y apoyado por el entonces secretario del Tesoro, Henry Paulson. No estuvo más atinado el Fondo Monetario Internacional (FMI) en su informe de prospectiva de ese mismo año, al asegurar que “los riesgos generales parecen menos amenazantes que hace seis meses”. Sobre el sistema financiero islandés, mes y medio antes de su colapso, el FMI decía que “sus indicadores financieros están por encima de los requisitos regulatorios mínimos y los test de estrés sugieren que el sistema es resistente”.
Y eso a pesar de que todos ellos disponían —y disponen— en plantilla de un ejército de doctores egresados de las más prestigiosas facultades de económicas del mundo, con un dominio virtuoso de las más avanzadas técnicas matemáticas, estadísticas y computacionales solo al alcance de cerebros privilegiados. Además de acceso a un ingente volumen de datos económico-financieros y la capacidad informática para procesarlos y realizar los cálculos más complejos. Sin embargo, pese a todo ese despliegue, por cada predicción acertada, pueden encontrar cientos de predicciones erradas. Lo cual hace pensar que un eventual acierto, más que mérito del modelo utilizado, es el resultado puro de la providencia. A fin de cuentas, hasta un reloj estropeado da bien la hora dos veces al día.

De hecho, en 2001 el economista del FMI Prakash Loungani analizó el grado de acierto de las predicciones económicas a lo largo de los años noventa y llegó a dos conclusiones: (i) que las predicciones de los diferentes organismos eran prácticamente las mismas, y (ii) que la capacidad predictiva de todos ellos era terriblemente mala. El mismo autor, con la ayuda de otro colega, volvió sobre el mismo tema ya en plena crisis y, analizando las estimaciones sobre 77 países, se encontró con que, de los 49 países en recesión en el año 2009, ni un solo economista había sido capaz de anticipar la recesión en septiembre del año anterior. No ha sido el único en analizar la cuestión: por ejemplo, en 2012, los economistas Volker Wieland y Maik Wolterstambién ilustraron con datos el estrepitoso fracaso de los modelos macroeconómicos a la hora de acercarse siquiera a prever la Gran Recesión.

Finalizamos el repaso con otro 'paper' de 2014 del FMI en que el organismo internacional se compara con otras instituciones que también realizan proyecciones económicas. Seguro que no les sorprende el resultado: en efecto, no son ni mejores ni peores que otros gabinetes de análisis. Pero más interesante aún es el descubrimiento de que, pese a cierto sesgo optimista en época de recesiones, todos se equivocan por igual medida tanto al alza como a la baja. Si observan el gráfico a continuación, que representa en cuánto se han equivocado los economistas prediciendo el crecimiento mundial en cada año concreto, tomando como referencia la estimación hecha en primavera de ese mismo año, podrán notar que el error es prácticamente aleatorio, lo que convierte a mi hijo de nueve años tirando un dado en un predictor casi tan bueno como los doctores del FMI.

Teniendo en cuenta que el crecimiento real del PIB mundial en esos años ha sido en promedio del 3%, oscilando entre el 4,6% y el 1,3% (exceptuando 2009, cuando fue -1,7%), tener un error de un punto porcentual en la estimación del crecimiento no es cosa baladí. Predecir un 3% y que sea un 4% es un error del 25%. Imaginen que un ingeniero se equivoca calculando un puente en un 25%. Mejor no pensarlo, ¿verdad? Pues los economistas de los organismos internacionales lo hacen continuamente.
El problema es que los errores en las proyecciones económicas no son inocuos para los ciudadanos. El concepto de que la economía consiste en realizar predicciones suele asociarse al célebre economista defensor del 'laissez faire' —y tan errado en esta cuestión—, Milton Friedman, que sostenía que la tarea de la economía como ciencia positiva es proporcionar un sistema teórico que pueda utilizarse para hacer predicciones acertadas sobre las consecuencias de cualquier cambio en las circunstancias y que, por lo tanto, cualquier conclusión de política económica necesariamente se apoya en una predicción. De ahí que los aspirantes a ingenieros sociales se afanen en concebir motores de cálculo y diseñar modelos que les proporcionen una guía para manipular las variables económicas y lograr el pleno empleo. Como si la economía se comportara cual artefacto mecánico, cosa que no es.
De ahí que los aspirantes a ingenieros sociales se afanen en concebir motores de cálculo y diseñar modelos que les porporcionen una guía
Todos los estudios mencionados tratan de explicar las causas del desastroso acierto de la profesión económica haciendo predicciones, pero yerran estrepitosamente a la hora de determinar las raíces últimas de la incapacidad para hacer proyecciones mínimamente solventes. No se trata de un problema técnico ni de falta de sofisticación matemática, ni de insuficiente capacidad informática para manejar grandes cantidades de datos. No, el problema es la pertinaz insistencia de los economistas en construir modelos que, por diseño, pasan por alto los elementos clave de la acción humana, que en última instancia son de los que se derivan los resultados en la vida real. La economía no se puede manejar con ecuaciones diferenciales como quien diseña un puente o un túnel, pero los economistas se empeñan en hacerlo como si fueran ingenieros.
Los modelos empleados en hacer proyecciones —y tomar decisiones de política monetaria y fiscal que nos afectan a todos— están basados en una teoría, la llamada neoclásica, que descansa en hipótesis que no son consistentes en absoluto con la realidad. Los protagonistas de la economía no somos seres inanimados o autómatas programables que siempre reaccionan de igual forma a los mimos estímulos. Los protagonistas somos seres humanos, concebimos subjetivamente nuestros fines y los perseguimos, estimando los medios necesarios y descubriendo en este recorrido vital nuevos fines y nuevos medios. No hay fórmula matemática, ni supercomputador, ni PhD de Chicago o el MIT que pueda modelar el comportamiento individual, subjetivo y privativo de las personas.

De ahí que sea necesario repensar la ciencia económica y abandonar el complejo de querer emular a la física y a su aplicación práctica, la ingeniería. Hay que asumir el fracaso del modelo actual basado en caricaturas del ser humano y en la falsa sensación de precisión matemática, y apostar por métodos científicos más acordes a la realidad, basados en la acción humana. Los economistas no son, ni nunca serán, ingenieros.

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