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martes, 27 de noviembre de 2018

Los economistas como metodólogos: Friedman y Samuelson David Teira Serrano



Desde los mismos orígenes de la economía como disciplina científica, los economistas han escrito sobre su metodología, a veces como preámbulo o excurso en su investigación positiva, a veces mediante ensayos enteramente filosóficos. El valor de tales aportaciones es muy diverso, pero conviene advertir desde un principio que no suelen ser meros ejercicios de análisis conceptual, sino reflexiones derivadas de un modo u otro de sus resultados científicos. De hecho, cuanto mayor sea el éxito de estos, tanto más populares serán, en general, sus corolarios metodológicos (aunque se den excepciones: economistas no muy exitosos pero reputados como metodólogos: e.g., Terence Hutchinson; o a la inversa: e.g., Herbert Simon). Esta popularidad se debe principalmente a los propios economistas, que, con mayor o menor acierto, adoptarán tales argumentos metodológicos como prueba de la cientificidad de su disciplina.

Nos concentraremos aquí en la metodología de los economistas en las dos acepciones del término. Por una parte, las técnicas para la obtención de resultados científicos que algunos de ellos pretendieron promover. Y, por otro lado, la justificación de su cientificidad que ofrecieron contra sus detractores. Presentaremos aquí dos casos ejemplares, cuyas tesis –según observó alguna vez L. Boland– dividían a todos los economistas con inquietudes metodológicas en los años 1960.  Milton Friedman (1912-) recibió en 1977 el premio Nobel de economía «por sus trabajos sobre el consumo, historia monetaria y sus aportaciones al problema de las políticas de estabilización». No obstante, como él mismo indica (Friedman y Friedman, 1998, p. 215) su trabajo de más amplia repercusión fue el prefacio que redactó para su primer libro como catedrático de la Universidad de Chicago, una compilación de artículos titulada Ensayos de economía positiva (1953). Andando el tiempo, «La metodología de la economía positiva» se convertiría, en opinión de muchos en el ensayo de metodología económica más influyente del siglo XX. Paul Samuelson (1915-) obtuvo el premio Nobel en 1970 «por haber desarrollado la teoría económica estática y dinámica y contribuir a la elevación del nivel de análisis en la ciencia económica». Su principal contribución metodológica es su programa para dotar de contenido empírico a la teoría del comportamiento del consumidor a través de la noción de preferencia revelada. 

Trataremos de presentar aquí las ideas de Friedman y Samuelson como dos alternativas para lidiar con los dilemas metodológicos que planteó la justificación empírica de la teoría neoclásica de la demanda. Examinaremos, en primer lugar, los antecedentes del problema, y presentaremos después en sendos epígrafes sus respectivas propuestas sin pretensión alguna de exhaustividad

1. ANTECEDENTES 

Durante el siglo XIX, una convicción ampliamente extendida entre los economistas era la que de que la verdad de sus teorías podía discernirse introspectivamente, sin necesidad de un control empírico externo. Hay versiones muy distintas de esa posición (cf. Lagueaux, 1997), pero baste para ilustrarla los argumentos de Léon Walras (1834-1910) a propósito de su teoría de la demanda –cf. Teira, 2001 para un análisis pormenorizado. Walras defendió un análisis causal de las decisiones de los individuos: el deseo de maximizar la utilidad que les proporciona una mercancía escasa explica su elección en el mercado. Pero, a efectos prácticos, no era posible calcular ese máximo especificando las funciones de utilidad marginal para cada individuo, pues estas eran subjetivas e inobservables. Al economista, según Walras, no le quedaba más opción que operar con funciones de demanda empíricas, ligando precios y cantidades de un producto, sin pretender deducirlas de consideraciones utilitarias. ¿Pero cómo comprobar entonces la eficacia causal de la utilidad? Del mismo modo, Walras defendía en principio la existencia de un sistema de precios de equilibrio en los mercados a partir del análisis de las funciones de utilidad o demanda individual. Pero en estas no se toma en consideración el comportamiento de los demás agentes: cada cual trata de maximizar la suya con independencia de qué hagan los demás. ¿Cuál será entonces el mecanismo intencional que explique la consecución del equilibrio a partir de la interacción entre individuos maximizadores y los sucesivos precios resultantes? Nuestros dos interrogantes no pretenden sino plantear el dilema de cómo podía Walras justificar la cientificidad de sus resultados sin evidencia empírica respecto a sus fundamentos. No es de extrañar que adoptase a este respecto una posición típicamente kantiana: una vez descubiertas las categorías que explican a priori el comportamiento económico y articuladas matemáticamente en leyes, para Walras, sus resultados debían verificarse necesariamente en los datos, como en cualquier otra rama de la mecánica racional. 

Sólo con el desarrollo de la econometría, a principios del XX, comenzaría a explorarse cómo justificar empíricamente la presencia de entidades intencionales (inobservables) y cómo verificar su aportación causal en los datos (Teira 2006). No obstante, los dilemas metodológicos se multiplicaron: e.g., cómo ajustar a una teoría estática series temporales de datos o cómo identificar en ellas una curva de demanda  (Morgan, 1990, pp. 142-152).  Gradualmente se abrió paso la convicción de que para poder extraer de los datos el objeto de la teoría de la demanda eran necesarias hipótesis auxiliares que implícitamente presuponían su validez (e.g., Stigler, 1939). Su aceptación era a priori, pero debía intentarse, al menos, su contrastación. Friedman y Samuelson elaboraron conceptualmente esta intuición en dos distinto sentidos que a continuación examinaremos.

2. LA POSICIÓN DE FRIEDMAN

Tras estudiar economía en Rutgers y Chicago, donde siguió cursos con Jacob Viner, Frank Knight y Henry Schultz, Friedman trabajó en Washington y Nueva York en el análisis empírico de consumo y renta al servicio de distintas agencias gubernamentales y del ational Bureau of Economic Research (NBER). Allí, bajo la tutela de Wesley Clair Mitchell y Arthur Burns, elaboró buena parte de los trabajos con los que obtuvo su doctorado en Columbia (1946), sobre rentas profesionales. Durante la II Guerra Mundial, Friedman trabajó como estadístico militar en el Statistical Research Group, dirigido por Harold Hotelling, su mentor en las nuevas técnicas inferenciales. En 1946 vuelve como profesor a la Universidad de Chicago. Cuando publica «La metodología de la economía positiva», Friedman disfruta de un amplio prestigio profesional, refrendado en 1951 por la American Economic Association con la medalla John Bates Clark, que distingue las contribuciones científicas obtenidas por economistas menores de cuarenta años. 

«La metodología...» es la primera y única incursión de Friedman en la filosofía de la ciencia. Su contexto inmediato es el de algunos debates de la época –ampliamente examinados en Mäki (en prensa). Pero, más allá de estas polémicas, podemos distinguir tres motivos más generales en su análisis.

En primer lugar, el escepticismo adquirido en sus trabajos de economía aplicada respecto al contenido empírico del concepto de utilidad y al enfoque de equilibrio general (Hammond, 1996, 26-46). Friedman duda de que las categorías empleadas en el análisis puedan recibir una definición unívoca que pueda fijar su referencia en cualquier mercado: lo que en un conjunto de datos puede ser clasificado como factores de oportunidad, en otro pueden referirse a los gustos, imposibilitando la definición unívoca de curvas de indiferencia (Wallis y Friedman, 1942). Y es justamente ese tipo de definición la que proponen los teóricos walrasianos, con el consiguiente lastre para la verificación empírica de sus resultados (Friedman, 1940). Friedman aboga, por tanto, por un enfoque de equilibrio parcial, en el que las categorías se definan en función de los datos analizados y se haga un amplio uso de las cláusulas ceteris paribus para tratar los efectos renta o sustitución (Friedman, 1949). 

En segundo lugar, Friedman dominaba, como pocos economistas de su época, las técnicas de inferencia estadística desarrolladas por Ronald Fisher y Harold Hotelling (a las que aportó resultados originales). Buena parte de sus trabajos explotaron sus virtudes, buscando aplicaciones económicas en las que obtener resultados empíricos (Teira, 2007). Finalmente, Friedman, como tantos otros economistas de su generación, pretendía que la economía desempeñase un servicio público y evitase nuevas crisis como la de los años 1930 (Friedman y Friedman, 1998, pp. 33-34). Para ello, consideraba imprescindible el consenso entre los propios economistas sobre cuáles fuesen las mejores teorías para analizar el curso de la actividad económica (Despres et al., 1950). Conviene advertir aquí que Friedman no era todavía el activista político de las décadas siguientes. Su primer contacto con los nuevos liberales data de su viaje a la reunión inaugural de la Sociedad Mont Pelerin (1947), donde conoce entre otros a Karl Popper y no escribirá su primer alegato neoliberal hasta 1955.

En todo ello se inspira las tesis central de «La metodología...»: la cientificidad de la economía, como cualquier otra disciplina científica, debe evaluarse por el acierto de sus predicciones y no por el realismo descriptivo de sus hipótesis. Así, por ejemplo, aunque ninguno de nosotros se reconozca en el agente económico de los teóricos de la demanda, éste les servirá a los economistas para predecir acertadamente su decisión, y con eso bastará, según Friedman, para que consideremos su teoría como ciencia positiva. Debemos, por tanto, aceptar las hipótesis que ofrezcan mejores predicciones sin prejuicios normativos sobre sus fundamentos o consecuencias. Para defender sus tesis, Friedman construye diversos argumentos contra sus adversarios a base de ejemplos y contraejemplos: por un lado, los partidarios del realismo en economía (críticos, en su mayor parte, de la teoría de la utilidad) y contra quienes se preocupan más de la formalización de la teoría económica que de sus implicaciones empíricas (fundamentalmente, los teóricos walrasianos).

Desde un punto de vista epistemológico, no es difícil reconocer aquí una tesis instrumentalista. No obstante, son muchos los que han señalado las insuficiencias de su elaboración conceptual. Pensemos, por ejemplo (Mäki, 1992), en la coexistencia en el ensayo de Friedman de un instrumentalismo metodológico con un realismo ontológico (sobre entidades económicas como el consumidor, la empresa, etc.). O la posibilidad de interpretar sus tesis desde perspectivas tan distintas como la de Popper o el pragmatismo, con su asentimiento para ambas. Esta ambigüedad probablemente explique su amplísima aceptación. Pero debemos prestar atención también al éxito de la estrategia teórica justificada por sus prescripciones metodológicas: la minimización de las constricciones formales impuestas por el equilibrio general simplifica la adaptación estadística de la teoría económica, de modo que de ella se puedan obtener predicciones simples y políticamente relevantes, como las deseadas por tantos economistas entonces y ahora. Pese a todo, los resultados de Friedman no llegaron a producir el consenso deseado, entre los economistas o el público. 

Su teoría sobre la función del consumo, por ejemplo, proponía interpretar el consumo de un agente como función (intuitivamente simple) en función de los ingresos que esperase obtener, y no los realmente obtenidos.  Para darle un sentido empírico a esta expectativa, Friedman aplicaba el análisis de la varianza, como si los agentes pudieran efectuar tal descomposición estadística y discernir un componente permanente y otro temporal en sus ingresos, con arreglo a los cuales efectuar sus gastos. De aquí podían obtenerse numerosas predicciones sobre la hipótesis. A pesar del éxito profesional que le deparó, veinte años después no existía todavía evidencia clara a favor o en contra, pues dependía en buena parte de las definiciones que se dieran a las categorías aplicadas (según el tipo de datos analizado, etc.; cf. Mayer 1972, p. 348). Y esa equivocidad era precisamente la que la metodología de Friedman autorizaba.

En suma, Friedman acertó a captar una intuición ampliamente extendida entre muchos economistas: la justificación metodológica de sus teorías sólo requiere predicciones exitosas, y cabe sacrificar por ellas muchas otras virtudes. Pero dado el éxito inicial de su empresa, quienes hoy pretenden seguir esta estrategia son algo más cautelosos respecto a las condiciones en que una predicción resulta aceptable (e.g., Reiss, en prensa).

3. LA POSICIÓN DE SAMUELSON

Paul Samuelson estudió economía en Chicago y Harvard, donde se doctoró en 1941, para trasladarse de seguido al MIT, donde transcurre desde entonces toda su carrera académica. Aunque tuvo grandes maestros a quienes no dejó de rendir tributo (Samuelson, 1998), se suele presentar en gran medida como un genio autodidacta. Sus trabajos sobre teoría de la demanda que condujeron al alumbramiento de la teoría de la preferencia revelada los elaboró, en buena parte, como investigador independiente patrocinado por la Society of Fellows de Harvard antes de doctorarse (1937-1940). Y a ellos se debe, en buena parte, la concesión de la medalla John Bates Clark en 1947. 

La teoría de la preferencia revelada sólo es una de sus muchas contribuciones científicas, ni siquiera la principal, y tampoco agota todas sus ideas metodológicas (cf., e.g., Hahn 1983 sobre su principio de correspondencia en la contrastación de la teoría del equilibrio general). Pero es, sin duda, la de más éxito, quizá por incidir sobre algunos de los debates centrales de su época. Su tesis metodológica no fue expuesta en un ensayo separado, sino que se contiene en ejercicio en una serie de artículos sobre los fundamentos de la teoría de la demanda, así como en su obra, ya clásica, Foundations of Economic Analysis (1947). Se trata de obtener hipótesis empíricamente refutables sobre en economía, pero sin renunciar al rigor matemático. Su primera tentativa se encuentra en su artículo de 1938 sobre la teoría del comportamiento del consumidor, donde nos propone prescindir del concepto de utilidad en la construcción de funciones de demanda. Su empeño tenía su antecedente más inmediato en los trabajos de Hicks y Allen, donde se articulaba una concepción ordinal de la utilidad de inspiración paretiana (cf. Fernández Grela, 2007, para su análisis en el contexto de los debates sobre la demanda). Se trataba de una definición puramente formal, e independiente por tanto de cualquier interpretación psicológica, pero empíricamente contrastable. Samuelson (1938, pp. 64-65) estableció el siguiente principio. Supongamos que tenemos un vector de precios P y unos ingresos I, tal que con ellos el consumidor adquiera una cantidad ψ de bienes; y después una segunda serie de precios, ingresos y cantidades (P', I', ψ'). El coste de comprar la cesta de bienes ψ al precio P sería ψP. El coste de comprar la segunda cesta de bienes ψ al precio de la primera sería ψ'P. Si  PP ψψ ≤' , el consumidor pudo comprar con sus ingresos iniciales I, la segunda cesta de bienes, por lo que podemos concluir –según Samuelson– que la primera cesta es preferida a la segunda. O, como dirá a partir de 1948, la primera cesta constituye su preferencia revelada. A partir de este principio (luego conocido como axioma débil de la preferencia revelada), cuyos términos son perfectamente observables, puede probarse la existencia de una función de demanda con tres de las cuatro propiedades obtenidas en 1915 por otro paretiano, Eugen Slutksy, desde una concepción ordinal de la utilidad. De modo que esta se revela así prescindible (Samuelson, 1938, p. 71). 

No obstante, en un segundo artículo de 1948, el propio Samuelson mostró cómo, en el caso de dos bienes, este axioma débil permite construir curvas formalmente análogas a las curvas de indiferencia derivadas de la teoría de la utilidad. Dos años después, Houthakker generaliza esa equivalencia para cualquier número de bienes, mediante una ampliación iterativa del axioma de Samuelson: supongamos que exista una secuencia de cestas ψ1, ψ2 ... ψn tal que cada elemento de la sucesión sea preferido reveladamente al siguiente; el último no podrá ser reveladamente preferido al primero). Uzawa y otros autores precisarán la prueba en las décadas siguientes (cf. Mongin, 2000). De este modo, la teoría de la utilidad y la teoría de la preferencia revelada dejan de ser incompatibles. De hecho, tal como sugieren Hands (2007) a propósito de la cuestión de la integrabilidad, sus problemas se vuelven semejantes a los que discutimos en la sección anterior. Pero, dejando esto aparte, el proyecto original de Samuelson plantea varios dilemas metodológicos dignos de consideración.

El primero se refiere a las pretensiones del propio Samuelson: ¿de qué tipo de justificación pretendía dotar a la teoría de la demanda en 1938, y que queda de ella a partir de 1950? Se ha discutido ampliamente las proclamas operacionalistas de Samuelson y su conexión con las tesis de Bridgman, pero no parece que la teoría de la preferencia revelada cumpliese con este programa (cf. Cohen 1995 para una revisión). Según se desprende de sus proclamas descriptivistas, su propósito era más bien extraer el contenido empíricamente contrastable de la teoría de la demanda (e.g., Samuelson, 1998, p. 1380). Su concepción axiomática de las teorías científicas tiene, en efecto, un aire cercano al positivismo (e.g., Samuelson 1963) y de ahí su preocupación por conectar lógicamente términos teóricos con datos observables, a diferencia de Friedman –para quien la conexión sería principalmente estadística. Pero en el momento en que la teoría de la preferencia revelada se demuestra equivalente a la teoría de la utilidad, cuál sea su contenido empírico resulta menos evidente. Como observa Stanley Wong (2006, p. 57), el axioma débil contiene términos observables pero no puede verificarse inmediatamente sobre los datos de mercado, pues las posibles elecciones comprendidas por el axioma son infinitas –cosa ya sabida por los económetras de la demanda En realidad, da más bien cuenta de la consistencia temporal de la elecciones de un agente, pero la inconsistencia admitiría también explicaciones racionales. 

De hecho, las tentativas experimentales de contrastar la teoría, además de muy abundantes, no resultaron particularmente positivas (Sippel, 1997). Quizá por todo ello, la teoría de la preferencia revelada no aparece ya como alternativa a la teoría de la utilidad (cf. García-Bermejo, 1973 para un examen pionero entre nosotros).

Un segundo debate metodológico abierto por la propuesta de Samuelson se refiere a la cuestión de si las elecciones empíricas revelan efectivamente las preferencias subjetivas, y por tanto estas pueden reducirse, en algún sentido, a aquellas. El mayor exponente de este debate lo encontramos en Sen (1973), donde se negaba que esta reducción fuese posible: los agentes no siempre escogen lo que prefieren, se equivocan, actúan incluso si no pueden ordenar las alternativas y toman en consideración elementos no directamente relacionados con sus preferencias, como principios morales. Dejando a un lado la discusión de estas objeciones (e.g., Ross, 2005, pp. 126-140), la cuestión más general es si la economía puede, en principio, prescindir de la noción subjetiva de preferencia. El riesgo, tal como advierte Daniel Hausman (2000), es su desconexión de nuestra comprensión ordinaria de la elección, donde a partir de la atribución de creencias somos capaces de inferir preferencias: si alguien hace X es porque cree que es el mejor medio para satisfacer sus deseos. Algunos autores (e.g., Rosenberg, 1992, cap. 5) argumentan que tal desconexión es imposible y que, por tanto, la teoría del comportamiento del consumidor no será más que psicología folk racionalizada. Otros (señaladamente, Ross, 2005) sostienen que nuestra comprensión de la cientificidad de la economía a este respecto dependerá más bien de la posición que adoptemos en filosofía de la mente. En cualquier caso, el debate sigue hoy abierto más allá de Samuelson.

4. CONCLUSIÓN

Hemos visto cómo inicialmente la teoría neoclásica de la demanda se justificó sobre una confianza racionalista en las intuiciones sobre el comportamiento del agente económico que captaba y articulaba matemáticamente. La introducción de técnicas estadísticas y el escepticismo respecto a las entidades inobservables introducidas en el análisis propició sucesivos intentos de refinamiento conceptual y contraste empírico que abrieron grandes dilemas metodológicos (como la infradeterminación de teorías y datos). Friedman y Samuelson formularon propuestas teóricas para superarlos y trataron de justificarlas desde distintas posiciones epistemológicas. Aun cuando su éxito resulte hoy discutible, sus argumentos dominaron buena parte del debate metodológico del siglo XX y las cuestiones que abrieron distan de estar resueltas. No obstante, la consolidación académica de la economía minimiza hoy su urgencia y, de hecho, los grandes teóricos de nuestros días no son tan propensos como sus antecesores a las proclamas metodológicas. Como el lector podrá apreciar en este volumen, el debate metaeconómico debe seguir hoy también sendas muy distintas a las que abrieron Friedman y Samuelson.  

5. REFERENCIAS
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