Génesis y desarrollo de la polémica de las dos culturas. Ofrecemos este artículo publicado en Claves de razón prácica(189, Enero-Febrero de 2009) para ayudar a contextualizar el próximo 50 aniversario de la conferencia de C.P. Snow en Cambridge, el antecedente directo de la “Tercera cultura”.
La Conferencia Rede de Snow
Charles Percy Snow, en el marco de la prestigiosa conferencia Rede, pronunció en 1959 un discurso titulado “Las dos culturas y la revolución científica”, que desataría una áspera controversia en el seno de la vida cultural británica. El principal eje sobre el que gira la conferencia, la mutua incomunicación entre dos comunidades –a las que él llama culturas [1]–, los humanistas o literatos intelectuales, por un lado y, por el otro, los científicos, encuentra sustento en una circunstancia personal: “por formación, yo era científico; por vocación era escritor”. En esta doble condición, Snow cree encontrar la legitimidad y la fuerza para que sus observaciones cobren valor.
Snow reprodujo las palabras de una reflexión en voz alta que, en cierta ocasión, le hiciera un científico de cierto renombre: “¿Por qué la mayor parte de los escritores asumen opiniones sociales que hubieran parecido francamente inciviles y demodées en tiempos de los Plantagenet? (…) Yeats, Pound, Wyndham Lewis, nueve de cada diez de los que han dominado la sensibilidad literaria de nuestra época, ¿no puede decirse que han sido, no ya políticamente obtusos, sino políticamente mal intencionados? ¿No contribuyó la influencia de lo que todos ellos representan a que Auschwitz fuese algo mucho más que inminente?”. Snow, ante la soflama esbozada en forma de preguntas retóricas por ese anónimo científico de renombre, responde que la respuesta correcta no era defender lo indefendible, ni cuando fueron formuladas ni en el momento de la conferencia. Al introducir Auschwitz en la pugna entre las dos culturas, como advierte Lionel Trilling en su profuso comentario sobre la polémica desatada por la conferencia, “Sir Charles [Snow] tiene vía libre para llegar a la total afirmación de las virtudes de los científicos” y, así, emprende un ejercicio de adulación al gremio de su profesión: los científicos son honestos, no tienen prejuicios raciales, abogan por la igualdad y, sobre todo, detentan la más apreciable de las virtudes a ojos de Snow, pues “llevan el futuro en los huesos”.
En cambio, la cultura en la que él ejerce, la comunidad en la que milita por vocación, la de los literatos, rezuma defectos por todos sus poros [2], el más grave e injustificable de los cuales es no haber entendido la revolución industrial, o, de haberla entendido, haberla rechazado.
De ahí que, para Snow, la cultura científica lleve el futuro en los huesos, ya que esta cultura sí ha entendido el significado (las aplicaciones sociales de la ciencia y la técnica) de esa revolución tecnológica. En la otra orilla, la de los literatos, a los que denomina luditas por antonomasia, “podemos decir que la tradición cultural reacciona deseando que el futuro no exista jamás”. El problema, para Snow, no era tanto la ignorancia de los literatos en cuestiones científicas como su anticuado sistema de valores morales, que para este autor era totalmente contrapuesto a los métodos y resultados de la ciencia, que era el saber destinado a sentar las bases de la ética moderna.
La conferencia de Snow suscitó una curiosa controversia sobre todo en Inglaterra; y, entre las múltiples respuestas a su conferencia, destaca la feroz réplica de F. R. Leavis, que se analizará más tarde. Antes se indagará en los antecedentes más significativos de las relaciones entre ciencias y humanidades en el siglo xix, cuando tiene lugar, en Inglaterra, una conspicua polémica entre T. H. Huxley y Matthew Arnold que abre las puertas de forma nítida al problema que Snow popularizó.
Los antecedentes de la cuestión
El hiato entre ciencias y humanidades es un contencioso relativamente joven en la historia de las ideas en Occidente, pues la confrontación sólo empezó a verse como tal en el siglo xix. Es entonces cuando surge como una preocupación que provoca –para decirlo a la manera de Stefan Collini– una ansiedad cultural que viene a ser la forma moderna de la oposición, no necesariamente virulenta ni enemistada, entre ciencias y humanidades y que en los periodos anteriores discurrió por cauces algo distintos.
No es hasta el ecuador del siglo xix cuando llegamos al tiempo y al lugar donde puede establecerse una correspondencia entre la tesis de Snow y sus antepasados teórico–intelectuales. A partir de mitad del siglo XIX, en Gran Bretaña puede seguirse un hilo conductor que, empezando por el historiador de la ciencia William Whewell, pasará por la controversia entre T. H. Huxley y Matthew Arnold y terminará –o reempezará– con la polémica idea de Snow de “las dos culturas” y la respuesta de F. R. Leavis.
Stefan Collini sostiene que “puede trazarse una genealogía específicamente británica de la ansiedad de las dos culturas”. Considera que esta genealogía responde al distinto desarrollo de las instituciones sociales de educación e investigación y que “esta distinción queda reflejada en la peculiaridad lingüística por la cual el término ‘ciencia’ era usado en un sentido restringido para referirse solamente a las ciencias ‘físicas’ o ‘naturales’”. En efecto, así lo confirma el Oxford English Dictionary, en el que no se encuentra ninguna entrada en este sentido restringido de la palabra ‘ciencia’ antes de 1860, lo que revela que “el uso inglés del término había comenzado a disentir del uso de las otras lenguas europeas”. De ahí que W. G. Ward llamara a los ingleses a “usar la palabra ciencia en el sentido en que los ingleses comúnmente la usan; refiriéndose a la ciencia natural o experimental, y excluyendo el sentido metafísico o teológico” [3]. De manera muy parecida, la acepción “científico” dirigida a los que practican el estudio de las ciencias naturales no ha lugar en Inglaterra antes de 1830 o 1840. Se atribuye al historiador de la ciencia William Whewell la paternidad del término al quejarse públicamente, en un artículo de 1834, de la falta de una palabra para describir a “los estudiantes del conocimiento del mundo material”; por ello “algún ingenioso gentleman propuso que, por analogía con ‘artista’, podían llamárles ‘científicos’, pese a que, tal y como anota en el mismo texto, “esto no fuera generalmente aceptable” [4]. El ambiente intelectual y en materia de investigación del momento en Gran Bretaña abría brecha conceptualmente entre los que estudiaban el mundo natural y los que no; y este era un paso indispensable, una precondición social, para que posteriormente se constituyera la división entre las dos culturas.
Pero donde realmente se forjó la génesis en el ámbito social inglés de la división entre las dos culturas –en los términos en que luego se desarrolló tanto en la controversia Huxley/Arnold como en la de Snow/Leavis– fue en el campo de la educación. Esta aseveración que, sin dejar de ser verdad, se cumplió en menor medida en el resto de Estados europeos que en Inglaterra, guarda una de las claves para entender las connotaciones que adquirieron las susodichas controversias. La ciencia, como materia de estudio, empezó a introducirse gradualmente en las instituciones de élite inglesas [5], pero en otros centros el estudio de las ciencias era estigmatizado como una actividad vocacional, como un ejercicio mental, loable en este sentido, pero que desatendía los fundamentos recomendables y apropiados para la formación y educación de un gentleman. En ese momento la resistencia de los programas académicos, y de quien los estructuraban, a un cierto grado de paridad entre las asignaturas de ciencias y las disciplinas tradicionales bifurca la intelectualidad entre defensores de la educación científica y defensores de la educación literaria o tradicional, en una tensión que estalla, de manera muy elegante, eso sí, con una conferencia de T. H. Huxley en 1880 y la respuesta en otra conferencia pronunciada por Matthew Arnold en 1882, curiosamente, en el mismo marco en que, casi ochenta años después, Snow difundiría su idea de “las dos culturas”: la conferencia Rede en Cambridge.
La controversia entre Huxley y Arnold
A finales del siglo xix no había en Inglaterra, un defensor más incisivo de la ciencia en general y de la educación científica en particular que T. H. Huxley. Naturalista y anatomista, profesor en la Royal School of Mines, fue invitado, en 1880, a impartir la conferencia de inauguración del curso académico en Mason College, una institución fundada en Birmingham, en el corazón de la Inglaterra industrial, proyectada para ofrecer una educación científica a aquellos que quisieran orientar su carrera al comercio. En esa conferencia, bajo el epígrafe “Ciencia y Cultura”, Huxley, abuelo del célebre escritor Aldous Huxley, lanzó un desafío a los defensores de la educación tradicional y denunció la resistencia, por parte de los partidarios de la educación tradicional o literaria a las demandas y argumentos de la educación científica. Esta intransigencia en la defensa de la configuración tradicional de los curricula era a su parecer injustificada y estrecha de miras. Huxley no era strictu sensu un científico, sino que, como Lepenies dice en su repaso histórico a las dos culturas en el siglo xix en Inglaterra, era “un defensor político de la ciencia, con el merecido apodo de bulldog de Darwin”, Huxley estaba convencido del valor educativo del conocimiento científico simplemente porque en ello veía la extensión sistemática del sentido común: “la educación no es nada más que la instrucción de la mente en la leyes de la naturaleza, y quien tiene tal educación está preparado, como una máquina de vapor, para hacer cualquier tipo de trabajo”. Huxley no entendía que, ante la perspectiva de un futuro comandado por la ciencia, ante el mundo moderno cambiante a causa sobre todo de la técnica y la ciencia, las instituciones educativas de Inglaterra siguieran empeñadas en la enseñanza de las lenguas clásicas como si del idioma propio se tratara, ya que esto generaba la impresión pública de que sólo habían recibido educación aquellos quienes eran conocedores de latín y griego; los que estudiaban el resto de disciplinas, que no fueran, claro está, inglés o literatura, era sencillamente especialistas. Para Huxley, el único modo de asegurar el sitio que debía tener la ciencia en educación, era rompiendo el monopolio de las lenguas clásicas; ojo, no promovía la exclusión de las mismas, sino la reconsideración de su status académico.
Huxley decía tener dos convicciones muy arraigadas: por un lado, las materias de la educación humanista no tienen un valor directo suficiente para el estudiante de ciencias físicas que justifique el –valioso– tiempo a ellas dedicado; por otro lado, para la adquisición de una auténtica cultura, una educación únicamente científica es cuando menos igual de eficaz que una exclusivamente literaria. Huelga decir que esa igualdad de eficacia es para Huxley totalmente insuficiente, pero le sirve para poner de manifiesto irónicamente la opinión de la mayoría de ingleses cultos influidos por las tradiciones escolares y universitarias que no estarían de acuerdo con esa segunda convicción de Huxley, ya que “desde su punto de vista, sólo se adquiere cultura por medio de una educación liberal, lo que se entiende como sinónimo, no simplemente de instrucción y educación literarias, sino de la enseñanza de un tipo concreto de literatura, la de la antigüedad griega y romana”. El apóstol –como le denomina el propio Huxley– de esa cultura, abanderada por la mayoría de ingleses cultos, responde al nombre de Matthew Arnold y es citado por Huxley: “El señor Arnold afirma que cultura significa ‘conocer lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo’. Esto es, el análisis crítico de la vida tal como aparece expresado en la literatura”.
Huxley ve en Arnold dos proposiciones: 1) el análisis crítico de la vida es la esencia de la cultura y 2) para tal análisis la literatura contiene material suficiente para llevarlo a cabo. Para el apodado bulldog de Darwin la primera proposición es apreciable, no así la segunda. Bajo su punto de vista la cultura es algo distinto de unos conocimientos o una habilidad técnica; cultura implica la aspiración a un ideal, así como la evaluación crítica a través de la comparación con el modelo teórico. Ahora bien, “una cultura perfecta debería incluir una teoría completa de la vida, basada en el conocimiento tanto de sus posibilidades como de sus limitaciones”; y, asintiendo a tal proposición, concluye que “podemos disentir por completo de la presunción de que la literatura por sí sola pueda proporcionar estos conocimientos”, es decir, la negación de la segunda proposición de Arnold. Huxley añade que para cualquiera que tenga conocimientos en ciencia física lo anterior resulta más evidente todavía: “Aun considerando el progreso sólo en la ‘esfera intelectual y espiritual’, no puedo admitir bajo ningún concepto que las naciones o los individuos progresen realmente si su bagaje no incluye algún conocimiento de las ciencias físicas”. Los partidarios de esa noción
de cultura defienden la enseñanza de los clásicos como la única vía hacia la cultura. Para Huxley la gran novedad de su época reside en “el papel cada vez más fundamental que en ella [en su época] desempeña el conocimiento de la naturaleza”. Este es el rasgo característico y casi definitorio del siglo xix crepuscular, carácter que los representantes del humanismo parecen ignorar o, de conocerlo, lo rechazan.
La alusión directa a Matthew Arnold fue interpretada por este último como una interpelación a lo que Lionel Trilling ha denominado “el estandarte personal” de Arnold, esto es, la palabra ‘cultura’. Arnold, uno de los críticos literarios más significativos del momento, dio su réplica dos años después, en 1882, en el mismo escenario en que Snow arremetería contra los luditas –sin lugar a dudas Arnold estaba implícitamente en esa casta– , la conferencia Rede.
Para Arnold, que tenía rudos conocimientos en materia de ciencias, tal y como en un gesto de honradez admitió en la propia conferencia Rede [6], una de las principales razones por las que se mostró en desacuerdo con Huxley se debe a que este último apelaba a un concepto de literatura en un sentido muy restringido: de hecho en el más restringido de todos semánticamente, el que se refiere a belles– lettres: para Arnold, ‘literatura’ incluía mucho más que belles–lettres:
“Yo hablo de conocer lo mejor que se ha pensado y que se ha dicho en el mundo; el profesor Huxley dice que esto significa conocer literatura. Pero literatura es una amplia palabra; significa todo aquello escrito con letras o impreso en forma de libro. Los Elementos de Euclides y los Principia de Newton son también literatura. Todo el conocimiento que nos llega a través e los libros es literatura. Pero por literatura el profesor Huxley entiende solamente belles lettres. Él me hace decir que conocer lo mejor que se ha pensado y dicho por las naciones modernas es conocer sus belles lettres y nada más. Por conocer lo mejor que se ha pensado y expresado, me refiero a conocer no sólo las belles lettres, sino conocer también lo que ha sido escrito y dicho por hombres como Copérnico, Galileo, Newton o Darwin”.
Por otro lado, los científicos naturales no deberían haberse apropiado del concepto de ciencia ya que, según Arnold, el estudio sistemático de los textos originales, la crítica literaria y el estudio de las lenguas de la antigüedad también eran ciencias. Arnold, según Lepenies, seguía, en este argumento, la nomenclatura empleada por los alemanes con el término ‘Wissenschaften’para contraponerlo a la noción inglesa, empleada por Huxley, que sólo contemplaba la ciencia natural. El peligro radicaba en la determinación de Huxley de otorgar un papel predominante a las ciencias naturales en la educación moderna ya que, si bien resultaba imprescindible calibrar y comprender los resultados de las
ciencias modernas para un adecuado conocimiento del hombre y del mundo, este tipo de disciplinas, las ciencias naturales, suministraban un tipo de conocimiento sólo instrumental, de manera que el científico no dejaba de ser un especialista. Arnold, además, consideraba que hay una serie de necesidades de los humanos que no pueden satisfacerse mediante las ciencias naturales, ya que el hombre no se contenta con el mero conocer. Parafraseando la calificación de Trilling, la respuesta de Arnold a Huxley no pudo ser más sencilla. Pero aquí el término ‘sencillo’ no es usado despectivamente o en el sentido de fácil o endeble; aquí ‘sencillo’ remite a un argumento realmente ingenioso: hacer un ejercicio de laxidad para ampliar esos dos conceptos, ‘literatura’ y ‘ciencia’, de manera que, por extensión –y tal y como Arnold lo expone, por una cierta confusión o superposición entre ambos–, abarquen la ‘cultura’ entendida como el análisis crítico de la vida. Así recordemos aquellas dos proposiciones que Huxley extraía de los escritos de Arnold: 1) el análisis crítico de la vida es la esencia de la cultura y 2) para tal análisis la literatura contiene material suficiente para llevarlo a cabo. Huxley decía que podía estarse de acuerdo con la primera de sus proposiciones, pero no con la segunda. Con el ingenioso matiz introducido por Arnold en su réplica a Huxley, este último, por lo menos a un nivel estrictamente formal, ya no puede estar en desacuerdo tampoco con la segunda proposición, puesto que inserta la categoría ‘literatura científica’ (Newton, Euclides, Copérnico, etc.) dentro de la más general ‘literatura’. O lo equivalente: ese tipo específico de literatura nutre al genérico, reafirmando la coletilla “contiene material suficiente para llevarlo a cabo [el análisis crítico de la vida, esto es, la esencia de la cultura]”; consecuentemente, al destensar la noción de ‘ciencia’ –suscribiendo bajo su rótulo a la crítica literaria o al estudio de las lenguas de la antigüedad– se la parapeta dentro de ‘literatura’. Matthew Arnold vio, en la conferencia de Huxley, un ataque medular a la educación tradicional o clásica inglesa. Huxley arremetió contra los fundamentos que estructuran lo que en aquellos momentos se consideraba un hombre culto en Inglaterra, un gentleman, para el cual no es que fuera imprescindible el dominio del inglés, de la literatura y de las lenguas clásicas es que era su carácter definitorio. Ocurrió que, en parte debido a esa educación tradicional, que exigía elegancia y respeto, Arnold recondujo
su oposición a las tesis de Huxley reconstruyendo el panorama conceptual del asunto; tarea, por cierto, nada fácil y que desarrolló de manera sutil, tirando de los hilos que, estratégicamente, más le convenían. Al ejercicio reconstructor, Arnold le sumaba –a modo de conclusión de la conferencia– la certidumbre de que el creciente poder y prestigio de la ciencia no desbancaría a las humanidades de su papel central en la sociedad, puesto que la literatura y lo que ella significaba era un elemento inherente a la condición humana: “Mientras la naturaleza humana sea lo que es, su atractivo permanecerá irresistible”.
La respuesta de Leavis y su parentesco con Arnold
La respuesta de F. R. Leavis a Las dos culturas de Snow encuentra su precedente más claro en la discusión entre Huxley y Arnold, por lo que puede establecerse una correlación entre estos cuatro autores, para mostrar con claridad la continuidad del debate, que se estructuraría como sigue:
1. T. H. Huxley, Ciencia ycultura, 1880: pro educación científica, contra el monopolio de las humanidades clásicas.
2. Matthew Arnold, Literatura y ciencia, 1882: ni humanidades ni ciencias son contingentes, es decir, ambas son necesarias, pero la ciencia es un conocimiento instrumental; la literatura no.
3. C. P. Snow, Las dos culturas y la revolución científica, 1959: incomunicación entre científicos y literatos; estos últimos coartan la evolución y el progreso con su moral arcaica.
4. F. R. Leavis, ¿Dos culturas? La importancia de C. P. Snow, 1962: literatura como disciplina jerárquicamente superior.
De manera un tanto sorprendente, ni Snow, ni Leavis en su respuesta al primero mencionaron a sus ilustres predecesores. Snow, además, impartió su conferencia en el mismo marco en el que Arnold, ochenta años antes, había dado su réplica a Huxley; Snow no se acordó de ellos pese a que el tema a discusión fue el mismo. En ambas controversias se repite el mismo baile de ataque y contraataque: el representante o partidario de las ciencias degrada –más Snow que Huxley– el estatuto académico y público en general de las humanidades y postula a la ciencia como aquello que proporcionará los fundamentos de la ética moderna; el representante de las letras o las humanidades se da por aludido –en el caso de Arnold de manera expresa– y responde ensalzando las virtudes de su materia de estudio en contraposición a los conocimientos que la ciencia aporta. Es con F.R. Leavis con quien se cierra este círculo, lo que no significa, al contrario, que la polémica entre las dos culturas siga, a día de hoy, suscitando encontradas opiniones.
Para Trilling los motivos por los que la discusión entre Huxley y Arnold vivió un segundo asalto ochenta años después hay que encontrarlos en el cambio en la percepción que se tiene de la ciencia respecto del pasado: “La ciencia puede ahora hacer mucho más, y hacerlo más rápidamente, de lo que le estaba permitido hace una generación, y no digamos en el siglo pasado, por lo cual ahora la ciencia es algo distinto de lo que el mundo entendía por ciencia anteriormente”. De ahí que “El nuevo poder de la ciencia posiblemente justifica la resurrección del viejo tema victoriano”.
Vayamos ahora a ver la respuesta de Leavis, uno de los críticos literarios ingleses más prestigiosos de mitad de siglo xx. En Leavis todavía llama más la atención que en Snow el hecho de que no mencionara a Arnold; así lo hace notar Lionel Trilling: “Y F. R. Leavis, cuya admiración por Arnold es notoria, y cuya posición con respecto a la relativa importancia de la literatura y la ciencia en el campo de la educación es muy parecida a la adoptada por Arnold”. La conferencia de Leavis, titulada ¿Dos culturas? La importancia de C.P. Snow, fue pronunciada el día 28 de febrero de 1962, y publicada en The Spectator del día 9 de marzo. En la polémica mantenida entre Snow y Leavis hay algo en lo que Trilling es contundente: “No puede haber discrepancia de opiniones sobre el tono empleado por el doctor Leavis al hablar de Sir Charles. Es un tono sencillamente inadmisible”. En esto Trilling es tajante: el tono de Leavis es deplorable; el contenido puede discutirse, pero las formas no: “Es mal tono en el sentido personal, en virtud de su crueldad; es tono que, manifiestamente, pretende herir”. Mario Vargas Llosa, en un artículo publicado en El País, (“Las dos culturas”, 27 de diciembre de 1992), trató también la controversia. Al referirse a la respuesta del profesor Leavis dice: “La respuesta del profesor Leavis a C. P. Snow sorprendió a todo el mundo por su ferocidad. A mi me sorprende más bien aquella sorpresa”. Leavis situó a la poesía y a la ficción, prosigue Vargas Llosa, como piedra de toque de la cultura, convirtiendo a la literatura –y por ende, a la crítica literaria– en “el mejor exponente y el barómetro más sutil de la espiritualidad, la moral, la fantasía y el grado de humanización de un pueblo”. Por estas razones, nos dice el escritor limeño, el ataque contra los literatos aunque no mencionado explícitamente por parte de Snow, “era una recusación integral de todo lo que Leavis simbolizaba”. Ante lo que Vargas Llosa –y también Leavis– ve como una agresión a todo un método de trabajo elaborado durante una vida entera, no duda en atribuir normalidad al tono destripado de la respuesta de Leavis, pues se ha acusado, argüiría Vargas Llosa, al crítico más ilustre de ser el emblema de la más retrógrada y reaccionaria actitud ante la sociedad moderna: “No es extraño, por eso, que su réplica fuera panfletaria y comenzara de la peor manera posible”. En lo que el propio Vargas Llosa ha coincidido con Snow (así lo dirá en el “Segundo enfoque”, que más adelante analizaremos) en denominar ataques ad hominem, Leavis descarga un torrente de insultos y descalificaciones que apenas guardan relevancia en la discusión sobre las dos culturas [7]. Leavis decidió tomar cartas en al asunto al descubrir que Las dos culturas podía ser usado como libro de texto en las escuelas. No es sólo que Snow atacara al gremio de los escritores, del cual Leavis representaba una de sus más altas instancias, sino que ese ataque –grosero, de pésimo estilo, sin ningún tipo de distinción intelectual, en suma, vulgar– sería materia de estudio entre los escolares. Es este último hecho el que provoca que Leavis se erija en baluarte de su gremio; y, ante la perspectiva de la inclusión de la conferencia de Rede en el ámbito de la educación, reconduce irónicamente el hecho y admite la posibilidad de que sea estudiada en las escuelas: “La conferencia, de hecho, con su muestra de espontaneidad fácilmente controlada en el hablar de un gran hombre, ejemplifica los modos de mala escritura en un riqueza y de una manera en que, lo reconozco, tendría que ser usado por los maestros de escuela como texto de crítica elemental”. Ocurre que Leavis, en vez de tratar de desgranar los puntos realmente interesantes de la conferencia de Snow, continúa por la misma senda abierta por el autor de Las dos culturas, pero desde un punto de vista diametralmente opuesto. Lo explica muy bien Trilling: “El doctor Leavis le contesta apasionadamente, con un desprecio personal que oscurece en gran parte el problema”. En otro momento de su conferencia criticó el intento de Snow de establecer una analogía entre Shakespeare y la segunda ley de la termodinámica, pues según él eran preguntas equivalentes en el ámbito de las humanidades y de las ciencias. A juicio de Leavis: “No hay equivalente científico para esta cuestión”. Para Leavis, en Shakespeare, o en el arte, hay un trabajo básico de la mente humana sin el que el surgimiento de la ciencia no habría sido posible: la creación del mundo humano, incluido el lenguaje. Por ello la creación artística precede a la ciencia y la trasciende, por lo que nunca podrá ninguna ley o teoría científica equivaler a una obra de arte humana. Este es, al respecto de la pregunta sobre la segunda ley de la termodinámica, el argumento de Leavis, que en este momento confluye con una idea familiar; la acepción de cultura. Cultura es la manera en que se enriquece el espíritu humano, aquello que ya en el siglo xix denominaba Matthew Arnold “la crítica de la vida” y que en el contexto inglés tanto tenía que ver con la figura del gentleman. Cultura es, en fin, aquello que nutre al espíritu, que tiene más que ver con la sabiduría que con el conocimiento; por eso la ciencia, como conocimiento técnico no tiene por qué ser necesariamente cultura: sólo en ocasiones, si ella repercute en esa función espiritual, será cultura. Cuando los conocimientos técnicos y científicos no impliquen un activo en el proceso de enriquecimiento espiritual devendrán mera información, datos estériles en la configuración de esa crítica de la vida. En lo que sí hacía equivalencia Leavis era entre literatura y cultura. Esta herencia de Matthew Arnold encontró en la figura de Lionel Trilling un crítico análisis de la exégesis que hace Leavis de la noción de cultura de Arnold: “Cuando el doctor Leavis afirma la superioridad de las humanidades en la educación, da a la literatura mayor preponderancia de la que le concedía Arnold, pero su postura, generalmente considerada, mucho se parece a la de éste”. Para Leavis existe un axioma irrefutable: la literatura interpela a la conciencia moral, que es, a su vez, la génesis de toda creación artística, de la poiesis. Es en esta fe ciega en la literatura, en la cultura, en la que Trilling halla el error de la crítica: “El doctor Leavis no tiene en la debida consideración, ni mucho menos, aquellos aspectos del arte que tienen carácter gratuito, que nacen del optimismo y del deseo de jugar”. El parentesco con Arnold es notorio, pero su herencia no ha sido tan limpia como la simple adopción de la frase podría inducir a pensar; de ahí la afirmación de Trilling respecto a la disparidad con la que cada uno define la relación entre ciencias y humanidades: en Leavis tiene un estatuto jerárquicamente muy superior la literatura, mientras en Arnold, sin dejar de ser la literatura la cultura dominante, la ciencia no es ignorada como parte integrante de la crítica de la vida. Por otro lado, que la literatura es crítica de la vida es una frase incontestable, y que, además, pueda ser otras muchas cosas, también, aun cuando, desde luego, Leavis se negaría en rotundo a admitir tal cosa. Que los literatos sean los mejor preparados para afrontar el futuro porque lleven el pasado y el presente en sus espaldas es un aserto (en cualquier caso igual de discutible que la unilateral y pretérita certeza acuñada por Snow con respecto a los científicos y su posesión ósea) que podría, sin grandes estridencias, atribuírsele a Leavis. El límpido ejercicio de elogio de la literatura llevado a cabo por Trilling no consigue esconder algo que Snow insinúa pero no acierta a mostrar con toda su fuerza; a saber, una especie de egolatría literaria que, si bien puede hallar su origen en la esfera íntima, se desenvuelve públicamente. Me refiero a la tenaz actitud de los escritores en colocar en el centro de la vida a la literatura como el gran elemento que cambia el mundo, como el factor que invariablemente es la causa de las metamorfosis sociales. Esto se ve muy bien en el canto de Trilling a la literatura en el ensayo sobre la controversia entre Leavis y Snow, pero también en el artículo de Mario Vargas Llosa sobre la cuestión; y, sin querer atribuirle funciones de portavoz, parece ser este un sentir mayoritario entre los literatos. Incluso podría decirse que ahí Snow, en la conferencia Rede, se expresa en la versión más ortopédica de esa actitud, pues recordemos que habla del gran poder e influencia que ejerce la literatura en el funcionamiento del mundo occidental. Coincide, pues, con Leavis, pero la diferencia descansa en términos de porvenir: mientras Snow quiere apartar a la literatura del centro de decisiones, Leavis cree que debe mantenerse, y no se trata de una cuestión de deber, sino de acceso a la realidad. Leavis, Trilling y Vargas Llosa creen que las mejores armas para entender el mundo y organizarlo justamente, independientemente de los avances científicos, nos serán proporcionadas por la literatura; y el carácter sensual de esas armas parece ignorar experiencias no relacionadas con la literatura como fuente de enriquecimiento espiritual. Snow cree, en cambio, que las mejores armas para gestionar el mundo serán aquellas que nos permiten conocerlo, es decir, la ciencia. Al margen de estas coincidencias, no podría haberse encontrado en ese momento mejor defensor de la literatura que el propio Leavis; y así lo admite Trilling. Por eso no entiende que, con las capacidades persuasivas que Leavis ostenta, haya dado una réplica parcialmente errónea. El contraataque de Leavis adolece de falta de puntería. Con ello, aclara Trilling, no quiere decir que Leavis ignore cuáles son los errores cometidos por Snow en su conferencia, por ejemplo la denuncia del atropello cometido por parte de Snow con los escritores victorianos, sino que el propio Leavis, a rebufo de los resbalones de Snow, incurre en el error de desenfocar el centro del debate. También parece relevante el apunte aportado por el propio Trilling y que arrojaría un poco de luz sobre el por qué de la errática réplica de Leavis: “Como no se ignora, muy pocos son los escritores modernos hacia quienes el doctor Leavis siente simpatía, y, en consecuencia, no puede defenderlos a gusto contra el modo en que Sir Charles los describe”. Y no puede porque, en parte, también tiene una opinión sobre ellos muy desfavorable, aunque de diversa naturaleza que la de Snow. Leavis sabe que debe defender la literatura, pero sabe igualmente que no puede hacerlo poniendo a los escritores modernos sobre la mesa, porque a esos ni sabe ni quiere defenderlos habida cuenta de lo malos que los considera; así que su respuesta, en tanto que defensa de la literatura, queda distorsionada porque, podría decirse, no tiene a mano nada con lo que defenderse del ataque de Snow, por lo que opta por un feroz ataque ad hominem.
Segundo enfoque tercera cultura. La propuesta de John Brockman
En 1963, C. P. Snow, escribió una especie de epílogo sobre Las dos culturas, que denominó Un segundo enfoque. Llama la atención que, ya al empezar este segundo texto, remarca cuáles fueron sus objetivos al dictar la conferencia Rede: “A lo sumo esperaba obrar como un acicate para la acción, primero en la enseñanza, y segundo –en mi propio criterio la última parte de la conferencia fue siempre la más apremiante– en avivar el interés de las sociedades ricas y privilegiadas por aquellas otras con menos fortuna”. En lo que se refiere al avivamiento de las sociedades occidentales por aquellas que eufemísticamente están en desarrollo, prosigue la optimista profecía que ya anunciara en Las dos culturas: “Todo depende de que la revolución científica se extienda por el mundo entero”. Hasta aquí nada nuevo. La novedad viene justo a continuación, cuando hace una confesión que, entiendo yo, arroja un poco de luz sobre la conferencia de 1959: “Antes de escribir la conferencia pensaba titularla ‘Ricos y pobres’, y ahora me arrepiento un poco de haber cambiado la idea”. En efecto, debería haberla titulado Ricos y pobres, porque la propia estructura de la conferencia implica que la conclusión es la de imbricar el proceso de desarrollo tecnológico y científico en la batalla contra la desigualdad. Bajo este contexto la idea de las dos culturas es, o debiera ser, si damos por buena la confesión anterior, una mera excusa, de menor enjundia, para proponer y auspiciar su alegato, casi panfletario, a favor de la implantación de la revolución científica en los países pobres. Volvamos ahora al tema de la enseñanza a caballo de una cuestión tan criticada incluso por gente que apoyó a Snow en la reyerta con Leavis: el Segundo Principio de la Termodinámica. “Me he arrepentido en cambio de haber empleado, como piedra de toque del saber o ignorancia en materia científica, la pregunta: ¿Qué sabe usted del Segundo Principio de la Termodinámica?”. Este principio, admite Snow, es de la mayor trascendencia y generalidad; sin embargo, añade que no tiene valor alguno para un no científico conocerlo enciclopédicamente, a menos que lo comprenda en el lenguaje de la física [8]. ¿Es exigible, se pregunta Snow, tal comprensión a mediados del siglo xx? Snow cita a Lord Cherwell para responder afirmativamente: “esa comprensión debería formar parte de una cultura general del siglo veinte”. Pero, pese a estos “pros”, cuestiona la idoneidad del ejemplo para su propósito: “Sin embargo, preferiría haber escogido un ejemplo distinto. Había olvidado que la enunciación del principio es para casi todo el mundo una jerga un poco insólita, y por lo tanto cómica”.Sorprende que el hecho de que en algunos resulte cómico sea la razón final por la que Snow renuncie a hacer del principio de entropía la piedra de toque del saber científico; y más teniendo en cuenta que él mismo admite que muchos físicos convendrían en que es quizá la más incisiva y oportuna de todas. En su lugar propone otra rama de la ciencia que también debiera considerarse parte de la cultura general: “Esta rama de la ciencia es hoy conocida por el nombre de biología molecular”. Conjetura que ese estudio reúne las características ideales “para encajar en un nuevo modelo de enseñanza”, ya que es el mejor candidato a piedra de toque del saber científico. Pero además, o incluso con más urgencia que la reforma educativa, Snow cree que entre esas dos culturas debe existir una tercera, que haga de puente entre ambas. ¿A qué tercera cultura se refiere particularmente Snow?: “dicha cultura no tiene más remedio, para cumplir su cometido, que entenderse en su propio lenguaje con la cultura científica” y “cuando llegue, algunas de las referidas dificultades de comunicación serán por fin allanadas”. Así que este debe ser el gran cometido de una tercera cultura: solventar los problemas de comunicación entre los dos gremios para que los literatos, a priori quienes comunican con el público, puedan transmitir los conocimientos científicos a la sociedad de una manera más comprensible y luchar de esta manera contra la ignorancia propia y la del público.
La idea de los escritores o humanistas como correa de transmisión entre quienes estudian la realidad y quienes la habitan puede resultar algo ingenua, pero no ha sido óbice para que, inspirándose vagamente –o nominalmente– en ella, alguna gente la haya tomado como referencia para un programa de desarrollo de una tercera cultura. Quien con más insistencia ha apelado a una tercera cultura como modelo puente entre las dos culturas en brecha ha sido el agente literario John Brockman. Fundador del proyecto Edge, en el cual nació, en 1991, y se desarrolló, con Brockman a la cabeza, la idea de una tercera cultura que él mismo, en el libro que sirvió de presentación de su proyecto [9], definió así: “la tercera cultura reúne a aquellos científicos y pensadores empíricos que, a través de su obra y su producción literaria, están ocupando el lugar del intelectual clásico a la hora de poner de manifiesto el sentido más profundo de nuestra vida, replanteándose quiénes y qué somos”. Brockman interpreta que ha llegado el momento de que eso que él denomina pensadores empíricos tome el relevo del gremio intelectual tradicional, porque en la actualidad “una educación estilo años cincuenta, basada en Freud, Marx y el modernismo, no es un bagaje suficiente para un pensador de los noventa”. Recoge las quejas de Snow sobre la no consideración del término “intelectual” para los científicos, adjetivo reservado sólo a los literatos, e intenta revertir la situación; puesto que, pese a la polémica generada por Snow, las dos culturas siguen sin comunicarse, los científicos han pasado a comunicarse directamente con el gran público y han prescindido de los humanistas. Hay que decir que, en un gesto de honestidad, aunque ha adoptado el lema que Snow lanzó en el Segundo enfoque, Brockman reconoce que la tercera cultura que él promueve no describe la tercera cultura que Snow predijo. Para Brockman el fenómeno editorial de la literatura de divulgación científica indica que, de hecho, existe ya esa tercera cultura. Como no es este un ensayo dedicado a la crítica del proyecto de Brockman, no me extenderé en este punto, sin embargo señalaré algunas críticas razonables a esa tercera cultura:
a) Para Sánchez Ron “hay quien ha apuntado que ya vivimos en una ‘tercera cultura’. Que una muestra de ello es el gran número de libro de divulgación científica que se publica en la actualidad. Sin duda que ello es cierto, aunque habría que recordar que el género de la divulgación científica y el interés popular por resultados científicos no es, en absoluto, nuevo. Ambos tienen una larga historia. Una nueva cultura en la que la ciencia y humanidades se integren necesita algo más que de buenos y numerosos divulgadores. Si fuera suficiente con esto, hace tiempo que no hablaríamos de culturas separadas” [10].
b) Existe también un problema sobre cómo se resiente la transmisión del conocimiento. Así, Ovejero ha advertido que
buena parte de la ciencia popularizadapresenta unas peculiares características que invitan a la preocupación acerca de la calidad de los resultados presentados, del tipo de ciencia que se divulga, a cómo se hace, a lo que está en juego”. Sostiene que “se tiene la impresión de que la opinión pública parece haberse convertido en el tribunal donde se dilucidan disputas académicas antes que el escenario en donde se exponen los resultados consolidados, el conocimiento compartido por una comunidad científica, una vez ha sido discutido [11].
c) En ningún momento habló Snow de prescindir de los literatos tradicionales, cosa que sí ocurre en el proyecto de Brockman, donde sólo a Daniel C. Dennett, y con ciertas precauciones, puede enmarcársele en el ámbito de las humanidades clásicas por su formación de filósofo; el resto, aunque tengan intereses por las artes y las humanidades (Stephen Jay Gould, por ejemplo), no están en elcatálogo de la tercera cultura por esos intereses, sino por su formación y prestigio científico.
Notas
1 Si bien fue a través de la Conferencia Rede como el término “las dos culturas” adquirió popularidad, Snow lo había utilizado por primera vez en 1956,
en New Statesman, en un artículo corto, donde encontramos la génesis de la tesis expuesta en la Conferencia Rede. Para un análisis de los conceptos y frases análogas de ambos textos véase la introducción de Stefan Collini a The Two Cultures en Collini, 1993: XXV/XXVI.
2 Para un retrato de cierta hondura psicológica sobre la postura de C.P Snow hacia los literatos véase la biografía escrita por su hermano, Philip Snow, Stranger and Brother: A Portrait of C. P. Snow, MacMillan, Londres, 1982.
3 La cita, tomada del texto de Collini, corresponde a W. G. Ward, The Dublin Review (1867).
4 El artículo de William Whewell responde al título de The connection of the sciences by Mrs Somerville, y apareció en la Quartely Review, 101 (1834). Nos dice Collini que ese ingenioso gentleman que Whewell menciona es, curiosamente, el propio Whewell; la tesis de la autoreferencia puede encontrarse en Sydney Ross, Scientist: the story of a Word, Annals of Science, 18 (1962). En inglés la analogía se entiende mejor: de “artist” a“scientist”.
5 El establecimiento de un curso de ciencias naturales en Cambridge en 1850 marcó un hito.
6 Literalmente dijo: “Mis propios estudios han sido literarios prácticamente en su totalidad y mis visitas al campo de las ciencias naturales han sido escasas e inadecuadas, aunque esas ciencias han estimulado mi curiosidad”. Arnold: http://www.gutenberg.org/ files/12628/12628–8.txt.
7 He aquí, prácticamente como curiosidad, pero que servirá para reflejar la virulencia del debate, algunas de las perlas más sonoras de Leavis hacia Snow: “1) El juicio que debo hacer no sólo tiene que ver con que Snow no sea un genio; él es lo más intelectualmente mediocre que se puede ser (pág. 10); 2) Snow es –iba a decir algo que no puedo decir: Snow se cree un novelista–. (pág. 12); 3) Como novelista no existe; no ha empezado a existir. No puede siquiera decir qué es una novela. Su insignificancia aparece en cada una de las páginas de sus libros (pág. 13); 4) Pensar es un arte difícil y requiere entrenamiento y práctica en todos los campos. Es una ilusión patética y cómica –y amenazante– por parte de Snow creer que es capaz de pensar sobre los problemas en los que se ofrece para aconsejarnos” (pág. 17).
8 Sobre la supuesta esterilidad teórico– intelectual del conocimiento del funcionamiento de la segunda ley de la Termodinámica o principio de entropía basta recordar que “para orientarse –dice Fernández Buey– en los debates sobre crisis ecológica y sobre la correcta resolución de los problemas implicados en ella, ayuda mucho la comprensión del sentido del segundo principio de la termodinámica, como mostró, entre otros, Nicolas Georgescu. Roegen hace ya años” (Francisco Fernández Buey, “Filosofía pública y tercera cultura”, El País, 23 de mayo de 2000).
9 J. Brockman (ed.), La tercera cultura: más allá de la revolución científica, Tusquets, Barcelona, 1996.
10 Para un desarrollo de esta crítica véase José Manuel Sánchez Ron, “La tercera cultura”, Claves de Razón Práctica, n. 51, págs. 42-51, Abril 1995
11 Véase Félix Ovejero Lucas, “Las batallas de la ciencia popular”, Claves de Razón Práctica, n. 128, págs. 31-37, Diciembre 2002
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