Hayek, Popper y Aron: tres liberales ante el fundamentalismo
democrático
La profunda crisis económica y la política internacional norteamericana han contribuido a desacreditar el liberalismo hasta ahora hegemónico
Introducción
Ya en las últimas décadas del siglo XIX, la ideología liberal comenzó a dar señales de un profundo desfallecimiento. Pero fue tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918) cuando se produjo el auténtico derrumbe del orden liberal, el auge del corporativismo y el ascenso del bolchevismo y de los regímenes fascista y nacional-socialista. En las sociedades de tradición liberal, como Inglaterra y Estados Unidos, tuvo lugar el ascenso del intervencionismo estatal y la construcción del llamado Estado del bienestar (Welfare State){1}.
A pesar de la derrota de Alemania e Italia en la contienda, el impacto de la Segunda Guerra Mundial produjo por doquier una ampliación en el ámbito y la intensidad de la actividad estatal. En Inglaterra, el Plan Beveridge para la implantación de una economía mixta tuvo una clara influencia socialista, mientras que en Estados Unidos, su participación en la contienda afianzó las tendencias dirigistas e intervencionistas del New Deal. En Europa, el resultado de la guerra supuso el confinamiento de la Europa central y oriental en la esfera del sistema totalitario soviético, así como el ascenso al poder de los gobiernos socialistas en gran parte del resto del Continente. Allí donde la opinión política no era franca y explícitamente socialista, reinaba el consenso general de que el futuro se encontraba en el Estado interventor y una economía, no de mercado libre, sino mixta y dirigida por el Estado. El éxito de la planificación de guerra convenció a la mayoría de los líderes políticos de que las misma técnicas podrían y deberían usarse para promover el pleno empleo en el contexto de un rápido crecimiento, y pareció otorgar la autoridad de la experiencia prácticas a las ideas económicas de Keynes, con su defensa de la capacidad del Estado para controlar la demanda en la economía de mercado a través de una intervención adecuada, aumentando el gesto público durante las recesiones, sobre todo para mantener el pleno empleo.
Los años de posguerra asistieron, pues, a la consolidación del Estado del bienestar, cuyos orígenes se encontraban en la Alemania de Bismarck, a partir de las ideas de Lorenz von Stein sobre la Monarquía social. Su objetivo era corregir por el sector público los efectos disfuncionales de la sociedad industrial competitiva, no sólo por una exigencia ética, sino también por una necesidad histórica, dado que era preciso optar, primero, ante la presión de las clases trabajadoras, y luego ante el desafío comunista, entre la reforma y la revolución{2}. Tras la Segunda Guerra Mundial, esta alternativa fue asumida por los partidos democristianos y social-demócratas.
Sin embargo, ya durante la Segunda Guerra Mundial y los años inmediatamente posteriores se produjeron importantes contribuciones a la renovación del liberalismo clásico, tanto a nivel político y filosófico como a nivel económico. En la década de los años cincuenta del siglo XX, el historiador israelí Jacob Talmon esgrimió, desde supuestos liberales, una crítica a la democracia, en su célebre obra Los orígenes de la democracia totalitaria, publicada en 1952. Talmon colocaba a la democracia o, mejor dicho, a la idea de democracia elaborada por las Luces, puesta en acto por el jacobinismo y desarrollada en la utopía igualitaria de los primeros comunistas como Babeuf, en los orígenes del comunismo y del fascismo. El historiador israelí veía en la Ilustración el origen de las corrientes democráticas: el liberalismo empirista y pluralista; y el totalitarismo holístico y mesiánico. El primero encaminado hacia el mejoramiento gradual y pragmático de la sociedad y respetuoso de la autonomía frente al Estado. El segundo deseoso de imponer a la humanidad un orden ideal preestablecido. Estas dos corrientes manifiestan, según Talmon, dos concepciones distintas de la democracia, pero derivadas de una cultura común –las Luces– nacida, en última instancia, de la secularización. El totalitarismo era, entonces, considerado, por Talmon, como un hijo legítimo de la modernidad, al mismo tiempo que la democracia liberal. En cuanto movimiento universalista y racionalista, el comunismo era considerado como un totalitarismo de izquierdas, al cual se opone un totalitarismo de derechas, representado por el fascismo y el nacional-socialismo. En otros términos, Talmon señala una doble genealogía: por un lado, la mitología racial era el origen del nacional-socialismo; por otro, la democracia rousseauniana era el origen del comunismo, sistematizando la crítica a la tradición republicana encarnada por el autor de El contrato social. Rousseau era el teórico del Estado como encarnación de la «voluntad general»; el jacobinismo buscaba restaurar un «reino de la virtud» y desembocó en el Terror. Babeuf fue el primer comunista y organizador de la primera conspiración revolucionaria igualitaria{3}.
Por su parte, el historiador y filósofo Isaiah Berlin, con su libro Dos conceptos de libertad, publicado en 1958, ofreció una reafirmación del concepto liberal clásico de libertad, enfatizando la importancia de las denominadas libertades negativas, es decir, las que consisten en la ausencia de restricción y coerción. Las libertades negativas se vinculan con el individualismo por el hecho de que el concepto implica la existencia de una esfera personal y privada de acción sin trabas en la cual los individuos pueden hacer lo que desean y no se encuentran inhibidos para hacerlo por una fuerza exterior a ellos mismos. Un aspecto esencial es el hecho de que la libertad negativa no puede ser violada por las consecuencias imprevistas de acciones humanas como la costumbre, la distribución de la riqueza o las estructuras no planificadas. Al mismo tiempo, Berlin desarrolló su teoría de la libertad en el conflicto de valores propio de la existencia humana. Su tesis fue que la experiencia humana es puesta a prueba por la existencia de una diversidad de valores en conflicto para los que no existe ningún criterio decisivo de elección. El valor de la elección, y por lo tanto de la libertad humana, deriva precisamente de este pluralismo radical de valores.{4}
No obstante, podemos considerar a Friedrich von Hayek, a Karl Raimund Popper y a Raymond Aron como los principales representantes de la reafirmación del liberalismo político en las sociedades posteriores a la Segunda Guerra Mundial. A pesar de sus diferencias, estos autores tienen en común sus críticas al marxismo; su defensa del individualismo, que afirma la primacía moral de la persona frente a las exigencias de cualquier colectivismo social; y el reformismo, por su creencia en la posibilidad de mejora social sin el recurso a la violencia o a la revolución. ¿Cuál fue su opinión sobre el carácter y la evolución del sistema demoliberal? ¿Eran «fundamentalistas democráticos»? Vamos a verlo.
1. Friedrich von Hayek: el liberalismo conservador
Jurista y politólogo de formación, los intereses de Friedrich von Hayek se centraron en cuestiones económicas. Influido por Ludwig von Mises, uno de los principales representantes de la Escuela Austriaca de Economía, Hayek publicó, en 1944, la obra que iba a darle mayor celebridad, Road to Serfdon (Camino de servidumbre), donde defendió que en la planificación económica socialista se encontraba la causa última de las diversas formas de totalitarismo del siglo XX, unidas por una misma hostilidad hacia el mercado y por una misma voluntad de control estatal de la economía. Según Hayek, los fascistas y los nacional-socialistas no habían tenido que inventar nada, porque su tradición estaba fijada por el socialismo. En suma, el totalitarismo era la antítesis de una sociedad libre, es decir, fundada en las libertades negativas y en las fuerzas impersonales del mercado. El socialismo era portador de una amenaza mortal no tanto para la democracia, sino sobre todo para las libertades negativas. Intervencionismo estatal en la economía, desarrollado en Europa después de 1918; partidos de masa, cuyo modelo era la socialdemocracia alemana; y antiindividualismo, socialista, comunista o nacionalista: he aquí las tendencias originarias, según Hayek, de los regímenes totalitarios del siglo XX. Camino de servidumbreteorizaba una concepción neoliberal –el mercado como fundamento armonioso y autosuficiente del orden social, la defensa de la propiedad, Gobierno de la Ley, &c.–, que Hayek desarrollaría en sus libros posteriores{5}.
Desde entonces, su labor se centró en la crítica del socialismo y la defensa del liberalismo clásico. Su punto de partida es la crítica epistemológica a lo que él denomina cientificismo y constructivismo, cuyos antecedentes ideológicos y filosóficos se encuentran en Descartes, Bacon, Rousseau, Saint-Simon, Comte y Hegel. El cientificismo consiste en la falsa aplicación de los métodos de las ciencias naturales a las ciencias morales y sociales. Intimamente ligado a esta perspectiva se encuentra el racionalismo constructivista, es decir, toda forma de pensamiento que considere que la razón puede llevar a edificar una sociedad nueva y mejor, creando de la nada sus instituciones o, lo que es lo mismo, despreciando las tradiciones y el aspecto evolutivo de las normas morales, del derecho, así como de las instituciones económicas fundamentales: el mercado y el dinero. Los constructivistas consideran que las instituciones ya existentes son productos de la creación deliberada de alguien, por lo menos en todos los aspectos que racionalmente se consideran positivos. El cientificismo y el constructivismo son el origen de todos los modernos intentos de planificación, de control de la sociedad y, sobre todo, de la planificación económica. Y es que el enfoque científico y constructivista es inherentemente colectivista. Frente al cientificismo y al constructivismo Hayek cree que la base epistemológica de la sociedad liberal es el racionalismo evolutivo, cuya tesis central es que el orden social es espontáneo. Según Hayek el error de los cientificistas y los constructivistas radica en pretender buscar leyes que determinen el desarrollo histórico allí donde es posible hallarlos. El científico social no puede aislar y experimentar con fenómenos y eventos que son en esencia únicos e irrepetibles, pretendiendo una extrapolación de los mismos al margen de las circunstancias concretas y fuera del marco espacio-temporal determinado en que se desarrolla. Cada situación analizada es resultado de una infinidad de sucesos interrelacionados que no permiten su selección y aislamiento del resto. Sobre las bases de estas circunstancias, la mente del hombre, por su privilegiada que sea, jamás podrá captar un todo de tales dimensiones y complejidad. La acción racional en el sentido cartesiano implica, sin embargo, el reconocimiento exhaustivo de todos los hechos que resultan relevantes para llevarla a cabo, no llegando a comprender que en la sociedad el desarrollo de la actividad humana depende de tal número de factores que hacen imposible que el ser humano pueda llegar a conocerlos todos o si los que efectivamente conoce son los más relevantes. Siguiendo a Hume y a Kant, Hayek estima que la mente humana no es una instancia independiente del mundo exterior; es un elenco de normas cuyo origen se encuentra en ese mundo exterior. Por todo ello, Hayek mantiene que debido a la necesaria e irremediable ignorancia a la que estamos sometidos en relación a la mayor parte de los acontecimientos particulares que determinan el comportamiento de los integrantes de la sociedad, nuestra civilización debe basarse en la posibilidad de que el hombre pueda otorgar fiabilidad a muchas realidades que no pueden ser conocidas plenamente en el sentido cartesiano. Y este es precisamente el papel desempeñado por la tradición y por las instituciones de la sociedad: dar estabilidad y seguridad a la acción humana en su proyección hacia el futuro. Hayek entiende por tradición el conjunto de los hábitos, de normas y de instituciones que conforman la sociedad. La tradición es la depositaria de las mejores prácticas. Son las instituciones, las normas y los hábitos que han cristalizado, superando la prueba del tiempo, debido a que son las más eficaces para el grupo. En ese sentido, y a pesar de su agnosticismo, Hayek alaba a las instituciones religiosas como principales guardianes de la tradición.
Siguiendo esta línea de pensamiento, Hayek elabora una concepción del devenir histórico como algo totalmente abierto, al ser el resultado involuntario del actuar individual de una infinidad de seres humanos, que persiguen sus propios fines sobre la base de valoraciones subjetivas que varían según cada contexto de acción, y disponiendo de una razón y unos conocimientos limitados, lo que hace que resulten imprescindibles los escasos puntos de apoyo que proporcionan los únicos instrumentos de los que dispone el científico social: las teorías que permiten elaborar leyes económicas y la información contenida en las instituciones sociales{6}.
Un ejemplo típico de este proceso es el constituido por la aparición del mercado. Hayek descarta la posibilidad de que el mercado haya sido creado de manera consciente y deliberada. Por más atrás que vayamos en el tiempo, siempre se hallan rastros de intercambio mercantil, más o menos evolucionado en sus formas. El mercado se crea inadvertidamente, una vez que los hombres se dan cuenta de que es más útil llegar a un acuerdo con gentes que producen otros bienes que emplear la violencia para hacerse con esos mismos bienes. La legislación viene después de que se haya tomado nota de la eficacia de prácticas que fueron asentándose por el método de ensayo y error. Otro tanto puede decirse de la propiedad privada: no ha sido «inventada» por nadie. Surgió en algún momento de la historia porque resultaba ser más funcional que otras formas de entender la relación del hombre y la naturaleza. Su aparición no fue fácil, ni estuvo mediada por impulsos políticos, ni puede ceñirse a un momento histórico concreto. Surge porque se abandonaron otras prácticas que ya no satisfacían las necesidades del grupo.
En ese sentido, Hayek estima que va produciéndose una eliminación selectiva de las conductas menos convenientes, a la vez que, como contrapartida, la civilización progresa gracias a la incorporación de los instrumentos y las instituciones que hayan probado su superioridad. En síntesis, se trata de demostrar que las normas que se difundan serán las que rigen las prácticas y costumbres de los grupos de mayor éxito. En tales casos, la propia historia opera a modo de filtro, en la medida en que sus vicisitudes nos obligan a poner a prueba diferentes opciones de adaptación y supervivencia. Lo decisivo, para no truncar ese progreso, es que se mantenga incólume la confianza en una forma de comportamiento que en el pasado ha demostrado su utilidad. Esto significa que nos encontramos ante una evolución que, lejos de recomendar una deliberada intervención del ser humano para dirigirla a su antojo, aconseja la adopción de una postura prudente y hasta pasiva. De hecho, el progreso, tal y como es visto por Hayek, no es otra cosa que el premio a esa prudencia y a esa pasividad. El resultado es un progreso autogenerado. De ahí que en muchas ocasiones Hayek haga referencia a un orden espontáneo para aludir al tipo de proceso descrito{7}.
Las consecuencias de esta visión del proceso histórico son evidentes. Si el hombre ha sido incapaz de crear la civilización, tampoco puede pretender cambiarla a su antojo. De esta forma, la ciencia de nuestras limitaciones, en el plano epistemológico, nos lleva a la prudencia en el campo político
A partir de esta perspectiva epistemológica e histórico-filosófica, Hayek realiza una defensa del gobierno estrictamente limitado, el mercado libre, el impersonal gobierno de la ley, al igual que del desarrollo social por mediante del crecimiento espontáneo y no mediante la planificación consciente y la coerción. Hayek parte de una defensa contundente de la libertad negativa, que define como ausencia de coacción o como la «condición de los hombres en cuya virtud la coacción que algunos ejercen sobre los demás queda reducida, en el ámbito social, al mínimo», de tal manera que esa libertad «presupone que el individuo tenga cierta esfera de actividad privada asegurada; que en su ambiente exista cierto conjunto de circunstancias en las que los otros no puedan interferir». En ese sentido, una sociedad libre es la que permite al individuo realizar sus proyectos dentro de sus posibilidades, sin que ninguna autoridad pública –elegida o no– ni ninguna persona privada se arroguen la facultad de impedir a nadie el camino a seguir. La libertad se caracteriza por el respeto a ese margen de decisión personal. Especial importancia tiene, en ese contexto, la libertad económica. Consiste en que el marco legal vigente no ponga trabas ni a la acumulación de bienes, ni al libre acceso de los mismos por parte de cada ciudadano. Libertad y evolución espontánea son las dos caras de la misma moneda. Cada una necesita de la otra para poder realizarse. Y, a su vez, ambas quedan supeditadas a logro de los resultados finales apetecidos: un modelo de sociedad basado en la primacía del mercado, en la retirada del Estado y en la responsabilidad individual. La igualdad en el pensamiento de Hayek es sinónimo de igualdad ante la ley; sólo ésta es compatible con la garantía de la libertad negativa. La implantación de cualquier otra destruiría la propia libertad y el orden social espontáneo. Este tipo de igualdad supone que el marco de la competencia entre individuios y grupos será completamente homogéneo y estable. La desigualdad social es entendida por Hayek como un rasgo natural y un elemento beneficioso para fomentar el progreso social, porque auspicia las ansias de emulación. Una sociedad igualitaria es una sociedad irremisiblemente condenada al estancamiento y, con el tiempo, al declive económico y cultural. Hayek no admite el principio de justicia distributivaporque lo juzga incompatible con el Estado de Derecho, dado que supone la vulneración de la libertad negativa. A su juicio, la justicia distributiva es «el caballo de Troya del totalitarismo». En ese sentido, la propia expresión justicia socialcomienza por ser un mero pleonasmo, ya que la justicia sólo existe en y por la sociedad. Pero es, además, una noción carente de significación rigurosa, puesto que nadie puede determinar al margen del mercado cuál sería la distribución absolutamente justa de los patrimonios y de las rentas en una sociedad de masas. En opinión de Hayek, sólo el comportamiento de los individuos puede ser enjuiciado éticamente. El resultado del juego de las fuerzas económicas será más satisfactorio para unos que para otros; pero no puede calificarse de justo o injusto. Medir la moralidad del mercado es como medir el azar. La justicia social exige planificación económica y atribución al poder político de la facultad de asignar funciones, remuneraciones y recompensas a cualquier ciudadano{8}.
De la misma forma, Hayek expresó su temor hacia las transformaciones de las democracias contemporáneas. En su discurso, la libertad positiva, es decir, la participación política, ocupa un lugar secundario. Liberalismo y democracia no eran sinónimos. La democracia se ocupa del problema de quién debe dirigir el gobierno. El liberalismo requiere que todo poder y, en consecuencia, también el de la mayoría, sea limitado. Sin embargo, la democracia contemporánea había llegado a considerar a la opinión popular de la mayoría como el único criterio de legitimidad de los poderes del gobierno. La diferencia entre los dos principios se destacaba más claramente si se consideraban sus opuestos. Lo contrario de la democracia era el gobierno autoritario; mientras que lo contrario del liberalismo era el totalitarismo. Ninguno de los dos sistemas excluía al otro. Una democracia podía empuñar poderes totalitarios; y era concebible que un gobierno autoritario pudiera actuar sobre principios liberales. El liberalismo era, así, incompatible con todas las otras formas de gobierno ilimitado. Presupone la limitación de poderes, aún de los representantes de la mayoría, comprometiéndose o bien con principios explícitamente establecidos en una constitución o aceptados por la opinión general para limitar eficazmente la legislación. En cualquier caso, la opinión de la mayoría sería menos sabia que las decisiones individuales. Para Hayek, en definitiva, la democracia era esencialmente un medio, un expediente utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual. Como tal, no era en modo alguno infalible o cierta. Hayek denuncia que los poderes elegidos democráticamente han sido empleados para recortar sistemáticamente las libertades negativas, mediante la planificación económica, la presión fiscal, políticas de nacionalización, control de precios o de salario= s. Y en otras ocasiones, poderes elegidos democráticamente han optado por restringir otras libertades esenciales, como las de pensamiento o la religiosa{9}. Para ser legítimo, el principio mayoritario ha de estar sometido a una serie de límites, que respeten la esfera privada de los individuos. El imperio de la ley exige que los poderes coactivos del Estado no pueden emplearse sino en conformidad con las normas generales; exige que estas normas sean conocidas y ciertas, que las personas reciban igual trato, que la ley no haga excepción de personas; exige la independencia de los jueces y que éstos no estén sometidos a ambiciones políticas; y exige, en fin, que se proteja el ámbito reservado para la acción y para la propiedad. Para restaurar la impersonalidad y la universalidad de las leyes, Hayek propone diferenciar el Estado y el gobierno, estableciendo un sistema bicameral. La cámara legislativa estaría compuesta de sabios de más de cuarenta y cinco años, elegidos por representación proporcional. La cámara gubernativa será elegida por escrutinio mayoritario y tendría por objeto el control del gobierno. Existiría también un Tribunal Constitucional, compuesto por jueces profesionales y antiguos miembros de las dos asambleas. Su función sería dirimir los conflictos de competencias entre ambas cámaras{10}.
2. Karl Raimund Popper: el racionalismo crítico
Intimo amigo de Hayek, Karl Raimund Popper tuvo, desde muy joven, tuvo profundas preocupaciones políticas y sociales. Tras la Gran Guerra, el joven Popper llegó a considerarse comunista. Pero el año 1919 fue decisivo tanto para su evolución filosófica como política. En ese año, Popper se enfrentó con el comunismo, para luego alejarse por completo del socialismo; se enfrentó asimismo con la psicología de Alfred Adler y el psicoanálisis de Sigmund Freud, aunque su enfrentamiento con el marxismo fue con mucho el principal. Por otra parte, creyó encontrar en la actitud de Albert Einstein ante sus logros científicos la clave de su racionalismo crítico, que es la base de toda su filosofía. Su alejamiento del marxismo fue provocado por un incidente ocurrido en Viena, en el que varios jóvenes obreros socialistas fueron muertos por la policía en un tiroteo. Popper advirtió que el marxismo convertía en un deber el arriesgar la vida de otras personas, al propugnar la lucha de clases para acelerar la llegada del socialismo, en base al pretendido conocimiento científico de unas leyes necesarias del desarrollo histórico-social, advirtiendo a la vez que no había ninguna garantía que justificase las teorías marxistas. De esta manera, Popper llegaría a la conclusión del carácter pseudocientífico del marxismo. Después de rechazar el marxismo, siguió siendo socialista durante varios años, hasta haber llegado a la conclusión de que era imposible armonizar el socialismo con la libertad individual, indispensable para que pudiese existir la igualdad. Al mismo tiempo, Popper estudió las teorías físicas de Einstein. La mecánica de Newton y la mecánica de Maxwell eran consideradas entonces como verdades incuestionables, pero Einstein había propuesto nuevas teorías, que, en mayo de 1919, fueron contrastadas con éxito cuando dos expediciones británicas comprobaron que las predicciones de Einstein acerca de un eclipse eran correctas. Según Popper, esto significaba que, a pesar de que la física newtoniana pareciese definitivamente establecida debido a sus indudables éxitos, la física de Einstein significaba un avance sobre la de Newton. Además, Popper comparó la actitud de Einstein con la de Marx, Freud y Adler, extrayendo consecuencias que influirían en toda su filosofía. Lo que impresionó fue la afirmación de Einstein de que consideraría su teoría como insostenible si no resistía ciertas tesis. Popper consideraba que esta era la verdadera actitud científica. Actitud completamente diferente a la actitud «dogmática» que constantemente pretendía hallar «verificaciones» para sus teorías. Así llegó a la conclusión de que la actitud científica era una actitud crítica, que no buscaba verificaciones, sino constataciones cruciales; constataciones que podrían «refutar» la teoría contrastada{11}.
Así, pues, la experiencia de Popper en 1919 le llevaron a adoptar lo que vino a ser el núcleo de su actitud filosófica: la actitud crítica. En lo esencial, la actitud crítica consiste en no dar nunca un valor definitivo al conocimiento de la realidad, y en buscar siempre la manera de refutar los conocimientos ya adquiridos como medio para progresar, a través del principio de falsación. Por otra parte, bajo la influencia de Kant, Popper advirtió que no existían experiencias puramente pasivas, y que toda observación se realiza dentro de un contexto de expectaciones previas. Las hipótesis están presentes antes de la observación: tenemos conocimiento innato en formas de expectaciones latentes a ser activadas por estímulos, ante los cuales reaccionamos. De ahí que el método inductivo de la ciencia hubiera de ser reemplazado por el método deductivo, de ensayo y eliminación de error. Según Popper, todo conocimiento seguiría el mismo proceso básico: ante una situación determinada (problema) se conjetura una teoría que se somete a confrontación con la experiencia y el choque de la teoría con la experiencia determinará la sucesivas «falsaciones» a que se han de someter las teorías (elimación de error), creándose una nueva situación problemática que dará lugar a otro proceso semejante y así sucesivamente. Este sería el proceso básico no sólo del conocimiento ordinario, sino también del científico: la diferencia fundamental entre ambos procesos consistiría en que en el caso de la ciencia las teorías se encuentran elaboradas de modo peculiar y las contrastaciones experimentales se realizan de modo sistemático. Según la terminología de Popper, la fase propuesta de una teoría es la fase «dogmática» y vendría seguida de la fase «crítica» en la que ninguna se somete a contrastación experimental o falsación{12}.
Esta teoría del conocimiento es el fundamento de las ideas políticas de Popper. A lo largo de la Segunda Guerra Mundial, Popper redactó dos obras fundamentales: Miseria del historicismo y La sociedad abierta y sus enemigos. En estos dos libros, Popper aplicó su teoría del conocimiento a los temas sociales y políticos. Según él, la actitud crítica en el cuerpo del conocimiento corre paralela a la sociedad abierta, que él defiende. Se trata de oponerse a cualquier tipo de totalitarismo político y social. Así como en el plano teórico Popper sostiene que no pueden alcanzarse verdades definitivas y que el progreso del conocimiento se realiza mediante la crítica de las teorías conjeturales, en el plano social y político llevará a renunciar a cualquier teoría que pretenda poseer la verdad única acerca de los problemas prácticos evitando así toda postura totalitaria. El progreso social se logrará también mediante la eliminación de errores: el ideal de una sociedad perfecta debería sustituirse por la progresiva eliminación concreta de los defectos existentes en la sociedad, dentro del respeto a la libertad individual y a las diversas opiniones. Una política determinada es una hipótesis que debe ser confrontada y corregida a la luz de la experiencia. La detección de errores y los peligros a ellos inherentes mediante la discusión crítica y el examen previo es un procedimiento totalmente racional, que permite, por lo general, una economía de recursos, gente y tiempo mayor que la que se consigue esperando a que los defectos se descubran en la práctica. Así, las autoridades que prohíben un examen crítico previo de sus políticas, no sólo se condenan a sí mismos a cometer numerosos errores, que resultarán más caros y se descubrirán más tarde de lo necesario, sino que también se condenan a sí mismos a continuar con sus errores durante cierto tiempo, cuando se han comenzado a producir consecuencias inesperadas y perniciosas. La sociedad abierta ha de considerarse como un agregado de individuos, en oposición al holismo –globalismo– característico de los regímenes totalitarios. Una sociedad abierta requiere igualmente un mercado libre. Sin éste ningún sistema económico puede cumplir su único propósito racional, es decir, satisfacer las demandas del consumidor. A menos que los productores compitan a favor de los consumidores, la capacidad de elección de éstos se reduce drásticamente. No obstante, el Estado debe ejercer alguna intervención para evitar los abusos de poder de los monopolios, trust y sindicatos, que restringen mucho la competencia entre los productores. Siguiendo a Hayek, Popper estima que la intervención económica debe ser institucional e indirecta, en vez de personal y directa.
La sociedad cerrada se identifica con el totalitarismo. Popper pretendió comprender y explicar el atractivo de las ideas totalitarias mediante el concepto sociopsicológico de «tensión de civilización». La mayoría de la gente no desea realmente la libertad, porque la libertad implica responsabilidad. Y es que aceptar la responsabilidad implica enfrentarse continuamente a elecciones y decisiones difíciles, y sufrir sus posibles malas consecuencias. Por ello, llevada por la necesidad de seguridad, la mayoría está dispuesta a transferir su responsabilidad sólo a alguien o algo que nos inspire mayor confianza que nosotros mismos. Las certezas inmutables de las sociedades precríticas o cerradas, con autoridad, jerarquías, rituales, tabúes, &c., estaban destinadas a satisfacer esas necesidades de seguridad. Pero con la desaparición del tribalismo y la aparición de la tradición crítica, aparecieron nuevas exigencias: los individuos deben cuestionar la autoridad, poner en duda las tradiciones y asumir responsabilidades. El totalitarismo es un intento de retorno a las certezas de la sociedad cerrada. A juicio de Popper, los profetas del retorno a la sociedad cerrada son tres: Platón, Hegel y Marx. El programa del autor de La República, legado posteriormente a las filosofías dialécticas, se configura como el primer proyecto totalitario. Platón, para huir de la ley cósmica de la degeneración, endureció, y hasta petrificó, la articulación interna del Estado en un gobierno autárquico y rígidamente clasista. No menos dura es la crítica de Popper a Hegel como padre del nacionalismo, del racismo moderno y del totalitarismo alemán. Marx es presentado como una víctima inconsciente de la fe en la cientificidad y la posibilidad de la historia. Se trata del profeta del advenimiento de la sociedad sin clases. Una profecía que considerará legítimo el uso de cualquier medio que posibilite su cumplimiento. Tanto Platón como Hegel y Marx fueron víctimas de su perspectiva historicista.Popper entiende por historicismo un enfoque de las ciencias que supone que la predicción histórica es el fin primordial de éstas, y que supone que este fin se puede alcanzar mediante el descubrimiento de «ritmos» o «modelos, «leyes» o «tendencias» subyacentes a la evolución histórica. La misma apelación a la necesidad histórica se producía tanto en el racismo nacional-socialista como en la socialización comunista, las dos versiones actuales del historicismo. Si en el racismo el pueblo elegido es sustituido por la raza elegida, en el comunismo sería sustituido por la clase elegida. Ambas doctrinas tienen por base la convicción de que el proceso histórico se encuentra regido por leyes inexorables e inmutables. Para el racismo, se trata de una ley natural de la superioridad biológica; para el marxismo, de la ley económica de la lucha de clases. Según Popper, el historicismo no es racionalmente sostenible; porque no es falsable. En consecuencia, la lucha contra el totalitarismo ha de partir de las premisas epistemológicas del racionalismo crítico, desde cuya perspectiva el futuro no está predeterminado; es libre y abierto. Popper es un indeterminista que cree que los cambios son resultado de nuestros intentos de solucionar problemas y que estos intentos implican, entre otros factores impredecibles, imaginación, elección y suerte. Frente al historicismo, Popper estima que ningún sistema de predicción, sea científico o una calculadora, puede predecir científicamente sus propios resultados futuros. Con el colapso de la noción de que el futuro es predecible científicamente, lo noción de una sociedad totalmente planificada debe ser también abandonada.
Por todo ello, se debe abandonar no sólo la idea de una sociedad perfecta, sino la de revolución. En la sociedad abierta, el político ha de seguir el método de la ingeniería social fragmentaria, es decir, reformista, frente a la ingeniería social holística, propia de los revolucionarios. La ingeniería social fragmentaria es susceptible de falsaciones, abandona los supuestos de la omnipotencia profética y de las motivaciones utópicas para dedicarse a programas políticos, que, con sentido del límite y de la falibilidad humana, no se propongan una revolución de la totalidad, sino la eliminación gradual de los problemas sociales concretos. A ese respecto, el principio general que debería guiar a la política pública sería el de «reducir al mínimo el sufrimiento evitable» y «aumentar al máximo la libertad de los individuos para vivir como quieran»{13}.
Básicamente, el concepto popperiano de «sociedad abierta» se identifica con la democracia liberal. Sin embargo, en su teorización, Popper sostiene, a ese respecto, que lo importante no es saber donde reside la soberanía, una concepción que, según él, tiene por base epistemológica el dogmatismo platónico, sino cómo se fiscaliza a los gobernantes. En consecuencia, a su juicio, la democracia ha de ser definida como «el derecho del pueblo a juzgar y expulsar del poder a los gobernantes». Dicho en otras palabras, en una democracia liberal el gobierno puede ser expulsado del poder sin derramamiento de sangre. Popper no comparte, en ese sentido, la definición de democracia como gobierno de la mayoría o producto de la voluntad general. Por ello, critica y renuncia a construcciones especulativas como «voluntad general» o «soberanía popular», &c. Y es que, para Popper, «el pueblo no manda en ningún lado; quienes rigen en todas partes son los gobiernos», es decir, los «gobiernos de los partidos»; o, lo que es en definitiva lo mismo, «los gobiernos de los dirigentes de los partidos». El dogma de la voluntad general es «una teoría superada de la democracia como soberanía del pueblo»; «esta teoría –continúa Popper– es moralmente errónea e incluso insostenible; ha quedado superada por el poder destitutorio de la mayoría». Para evitar las situaciones= que atenten contra la esencia misma de la democracia, que es la posibilidad de que los gobernados destituyan a los gobernantes sin recurso a la violencia, Popper criticó, en primer lugar, el modelo partitocrático dominante en el continente, basado en el sistema electoral proporcional, donde el diputado se encuentra «moralmente atado a su partido, puesto que sólo fue elegido como representante del mismo»; y preconizó el bipartidismo con un sistema de destritos unipersonales de sufragio mayoritario, es decir, el vigente en Inglaterra. A su entender, los partidos políticos no debían representar distintas concepciones del mundo, porque la función del ganador era simplemente gobernar y la del perdedor fiscalizar el poder. De igual forma, Popper desconfía de los medios de comunicación, a los que acusa de ser «los mayores pecadores» y cuya incidencia en la opinión pública estima «causa de graves daños». Les insta a que «vean y digan la verdad», a que «desarrollen la autocrítica y se pongan en guardia a sí mismos»{14}.
3. Raymond Aron: liberalismo y realismo político
Mientras Hayek y Popper vivieron y desarrollaron el conjunto de su obra en un contexto cultural, social y político anglosajón, donde las tradiciones liberales disponían aún de muchas reservas y donde el marxismo carecía de influencia política, Raymond Aron hubo de desenvolverse en un ambiente muy distinto, como era el de la sociedad francesa. Durante el período de entreguerras, las tradiciones antiliberales –jacobinas, tradicionalistas, fascistas y socialistas– disfrutaban de una amplia influencia; y después de la Segunda Guerra Mundial, el marxismo se convirtió en objeto de atracción por parte de los intelectuales franceses más carismáticos: Henri Lefebvre, Alexandre Kojève, Simone de Beauvoir, Louis Aragon, Louis Althusser, Maurice Merleau-Ponty; y, sobre todo, Jean Paul Sartre.
Dos elementos contribuyeron a su formación intelectual: su estancia en la Ecole Normal, donde estudió el pensamiento social de los clásicos franceses; y su etapa en las universidades de Colonia y Berlin, donde se introdujo en el pensamiento filosófico y sociológico alemán. Fruto de esta etapa fueron sus dos primeras obras: La sociología alemana e Introducción a la filosofía de la historia.De la primera destaca su valoración positiva de Max Weber, sobre todo por su enfoque histórico de la sociología y su realismo político{15}. En Introducción a la filosofía de la historia, Aron puso a punto una concepción del papel de las ciencias sociales y de la relación entre el científico social y la política. Inspirándose en Dilthey y en Weber, recuperó la tesis fundamental del historicismo alemán sobre las diferencias entre ciencias de la cultura y ciencias naturales, exaltando la necesidad de «comprensión» en las ciencias del hombre; desmontó las pretensiones científicas de las filosofías de la historia en su vertiente hegeliano-marxista, spengleriana y comtiana; y propuso una concepción de las tareas de la ciencia social. Dado que los éxitos históricos son indeterminados y dado que los actores históricos modifican el curso de la historia con sus decisiones y sus acciones, la tarea del científico social es la de favorecer las decisiones «razonables». Poniendo a disposición de los actores, estadistas o simples ciudadanos, el conocimiento acumulado sobre los «determinismos parciales» –es decir, las regulaciones descubiertas en los comportamientos o en las interacciones sociales–, el científico social puede ayudar a los hombres de acción a tomar conocimiento de los vínculos en los cuales se podría encontrar su actuación y hacer buen uso, es decir, un uso razonable, de su libertad de decisión{16}.
Tras la derrota de Francia ante Alemania, Aron se trasladó a Londres y colaboró con el general De Gaulle, dirigiendo el períodico La France Libre. Sus relaciones con el estadista galo fueron, en algunos momentos, tensas, tanto durante el conflicto como después, sobre todo tras la instauración de la V República. Para Aron, De Gaulle siempre encarnó los peligros inherentes a la «tentación bonapartista»{17}.
Finalizada la contienda, era ya un liberal convencido. Su proyecto político-intelectual consistió en un intento de reconstrucción filosófico-política del liberalismo. A diferencia de Hayek y Popper, su liberalismo no pretendía estar fundado en principios abstractos, sino, siguiendo el ejemplo de aquellos autores de los que se consideraba heredero, es decir, Maquiavelo, Montesquieu, Tocqueville, Weber o Pareto, en un análisis concreto y realista de la política y de la sociedad. Buscó las condiciones económicas, sociales y políticas que pudieran dar una oportunidad a la supervivencia del «pluralismo», es decir, del liberalismo a la vez político e intelectual{18}. Al mismo tiempo, gracias a la influencia de su discípulo Julien Freund, Aron estuvo abierto al realismo político de Carl Schmitt{19}.
Uno de los momentos clave de esa lucha fue su libro El opio de los intelectuales, cuyo objetivo fue denunciar el nefasto papel desempeñado por Jean Paul Sartre y otros intelectuales de izquierda, como Merleau-Ponty o Simone de Beauvoir, con su apoyo a los comunistas y su interpretación del marxismo. A su juicio, el marxismo se había convertido, para estos intelectuales, en una especie de religión secular, que sacralizaba una serie de mitos como el sentido predeterminado de la historia, el papel del proletariado, la revolución, la lucha de clases, &c. Aron predice, en esa obra, el «fin de la era ideológica»{20}. Sin embargo, Aron distinguió siempre entre el marxismo dogmático y superficial de los intelectuales como Sartre, que ignoraba los saberes de la ciencia económica y de la sociología, y que era, además, incompatible con el individualismo característico de la filosofía existencialista; o el marxismo imaginario de Louis Althusser y sus discípulos, de lo que él denominaba el marxismo de Marx. El marxismo vulgar o el marxismo «imaginario» estaba vinculado a un sistema filosófico utópico, es decir, al materialismo dialéctico, al análisis de las contradicciones sociales, la lucha de clases y la visión historicista de la sociedad, mientras que el marxismo de Marx se encontraba fundamentalmente en El Capital y en los análisis de la estructura productiva de la sociedad, es decir, al materialismo histórico. En ese sentido, Marx había aportado pautas de análisis científico de las sociedades capitalistas. No obstante, sostenía que esos análisis habían perdido vigencia temporal y valor científico; y que de él sólo quedaba su parte «religiosa», escatológica, es decir, utópica e ideológica, tal y como la defendían los regímenes de socialismo real tras la Segunda Guerra Mundial{21}.
Aron contrapuso la figura y la obra de Alexis de Tocqueville a las de Marx. El autor de La democracia en América no sólo había puesto de relieve la importancia de las ideas y su influencia en la realidad social, sino la autonomía del factor político frente al determinismo económico, así como la exaltación de la libertad como una opción, por la cual es preciso luchar política e ideológicamente. De la misma forma, Tocqueville había sabido prever la emergencia de la sociedad democrática, es decir, basada en la eliminación de las aristocracias hereditarias, la ciudadanía universal y la extensión del bienestar, el respeto a las libertades personales y a los procedimientos constitucionales: «ciudadanía burguesa, eficiencia técnica y derecho de cada cual para elegir el camino de salvación»{22}.
Desde esta perspectiva, Aron elaboró su concepción de la sociedad industrial, a la que definió como aquélla en que la gran empresa industrial era la forma de producción predominante. Esta sociedad tiene una serie de características universales: la gran empresa supone una economía progresiva con sostenida acumulación de capital; tiene necesidad de cálculo económico racional para invertir, comerciar, fijar precios de su producción, etc; la unidad productiva industrial introduce la división tecnológica del trabajo y crea un tipo de proceso laboral original; y produce, en fin, una significativa concentración obrera sobre los lugares de trabajo. En aquellos momentos, existían, para Aron, dos tipos de sociedad industrial: el capitalista y el soviético de economía planificada. En la capitalista, los med= ios de producción son objeto de propiedad privada; la regulación de la economía estaba descentralizada; el reparto de los recursos se regía principalmente por los mecanismos de las leyes de mercado; y el objetivo central de la economía consistía en la búsqueda de ganancias. En la sociedad de economía planificada, los medios de producción eran de propiedad estatal; la regulación estaba centralizada; el reparto de recursos se fijaba por el Plan; y el objetivo principal de la economía parecía ser el fortalecimiento del poder estatal. A pesar de esta diferencias, existían algunos caracteres comunes entre ambos modelos de sociedad industrial: la transferencia de la mano de obra de la agricultura a la industrial; el aumento de la producción global y el incremento de la cantidad de valor producido per capita; crecimiento de la productividad; voluntad de poseer más y vivir mejor; progresiva homogeneidad entre las distintas clases sociales. A ese respecto, Aron creía posible que el capitalismo estuviese cada vez más regulado por el Estado; y que el sistema soviético adoptase mecanismos de mercado{23}.
A nivel político, la sociedad industrial no implicaba una determinación unívoca del régimen de Estado. No existía, a juicio de Aron, una determinación unilateral de lo social sobre lo político; más aún, el régimen político era el fundamento del grado de conciencia, personalidad y organización de las clases sociales y del sistema económico. En consecuencia, la característica esencial de cada sociedad industrial dependía de lo político; y las sociedades industriales se diferenciaban por la organización de los poderes públicos{24}.
Es aquí donde Aron introduce su análisis y concepción del régimen demoliberal, que él denomina «constitucional pluralista», denominación que ya implica una cierta distancia. De hecho, en sus memorias, Aron se jactó de haber contribuido a la desmitificación de la ideología democrática: «No presento a las sociedades occidentales en el mismo estilo que adoptan los verdaderos creyentes de la democracia. Yo «despoeticé», «desencanté» tanto la rivalidad de los partidos como la lucha entre estados»{25}. Para Aron, la democracia liberal era, en el fondo, el único régimen político que aceptaba que «la historia de los Estados está y debe estar escrita en prosa y no en verso»{26}.
Siguiendo a Joseph Schumpeter, Aron define los regímenes constitucional-pluralistas, como aquellos donde las libertades y los derechos son salvaguardados por la división de poderes establecida por la constitución y por la heterogeneidad de los grupos sociales múltiples, representados por diversos partidos políticos en competencia entre sí. Para Aron, la democracia se define sociológicamente como «la organización de la competencia pacífica como miras al ejercicio del poder»; y no por la soberanía del pueblo, concepto de Aron calificaba de «malabarismo ideológico», ya que era imposible definir qué es el pueblo. Ideas como la «voluntad general» de Rousseau, podían llevar a la «dictadura del pueblo» o, mejor dicho, a la de «aquellos que dicen representarlo». Tampoco era la expresión de los deseos de la mayoría, porque «nunca se sabe a ciencia cierta lo que quiere la mayoría» y porque «sobre gran parte de los problemas técnicos la población no quiere saber nada o sería completamente incapaz de expresar lo que quiere». Las democracias surgen de «la aceptación de los compromisos entre los grupos privilegiados»; sólo funciona en la medida en que «los individuos, grupos, partidos, clases sociales, aceptan el compromiso», «las reglas de competición». En ese sentido, la virtud esencial de la democracia era «la conciencia del compromiso». Su concepción de la vida era de origen burgués, «ideas que corresponden a los hombres de negocios, de industria, de finanzas, que se han conformado por oposición o por segregación en una sociedad fundamentalmente desigual y aristocrática». Se trata de un sistema «oligárquico como todos los regímenes», «superpuesto a un régimen de desigualdad social». Y que implica, a su vez, una concepción economicista de la vida social: «Las sociedades democráticas son sociedades que actúan o al menos piensan como si el marxismo fuera verdad, como si los problemas económicos fueran decisivos». En este tipo de regímenes, las oligarquías presentan «caracteres plutocráticos: los detentadores de los medios de producción, los ricos, los financieros, ejercen directa o indirectamente la influencia sobre quienes dirigen los asuntos públicos». A ese respecto, no oculta Aron las posibilidades de corrupción de las democracias, a causa, en primerísimo lugar, del espíritu partidista, de facción. Y es que la competencia entre los partidos tiene por «resultado casi fatal amplificar las convicciones y pasiones partidistas por oposición a la pasión nacional» y contribuye a la disolución de la unidad nacional. Otros peligros inherentes a este tipo de regímenes políticos eran la inestabilidad del ejecutivo en caso de no formarse una mayoría definida; la descomposición social cuando las luchas entre los partidos y las clases sociales excede un cierto grado de violencia; el «anonimato de los poderes», la «mediocridad de los dirigentes», &c. Con respecto a su eficacia económica y política, Aron se mostraba cauto, señalando que «no existe relación entre la calidad de las instituciones y la de la gestión económica». De ahí que llegara a definir a las democracias contemporáneas como «regímenes de expertos bajo la dirección de aficionados»{27}.
A pesar de admitir y denunciar los defectos de los regímenes constitucional-pluralistas y de jactarse de haber desmitificado la democracia, sobre todo con sus críticas a la hegemonía de las oligarquías políticas y sociales, Aron fue siempre un fervoroso partidario de las instituciones de la democracia parlamentaria. Un régimen constitucional-pluralista era preferible a los del monopolio político, cuyos defectos eran esenciales. La justificación más pertinente de la democracia liberal no radicaba en la eficacia de los hombres que se gobiernan a sí mismos, sino en la protección que aporta contra los excesos de los gobernantes, los límites y controles del poder. La democracia liberal era incompatible con la revolución, porque consideraba que las decisiones políticas eran revocables y aceptaba recíprocamente las diferencias en busca de un consenso común. Por otra parte, las llamadas «libertades formales» eran muy importantes a la hora de garantizar las conquistas sociales y el principio de igualdad. La democracia liberal tenía por fundamento, no el optimismo, sino la «filosofía de la desconfianza».{28}
A diferencia de Hayek, Aron no condenó el Estado benefactor; y no dudó en apoyar las políticas keynesianas. Aron creía que los efectos del Estado benefactor eclipsarían cualquier forma apoyo a proyectos revolucionarios y difundirían entre las masas, sobre todo obreras, el escepticismo político. De ahí su referencia a un posible fin de las ideologías y de las religiones seculares, como el marxismo-leninismo. De hecho, Aron no recató sus críticas al liberalismo hayekiano. Aron estimaba que su concepción negativa de la libertad excluía ideas que los hombres del siglo XX asociaban comúnmente a la idea de libertad. En primer lugar, la libertad comprendida como participación en el orden político, la libertad nacional o la libertad concebida como poder del individuo o de la colectividad para realizar sus propios fines. Para Aron, el concepto de libertad negativa no rendía suficiente cuenta de las diferentes modalidades de las relaciones interhumanas. Su definición no permitía distinguir claramente entre las influencias coactivas y no-coactivas. Algo que resultaba indispensable, ya que toda vida en sociedad implicaba una coordinación de actividades individuales, exigentes, no sólo de reglas, sino igualmente, como había señalado los teóricos de las elites, de una jerarquía de autoridad. Así, la definición hayekiana de la coacción, por su carácter excesivamente general, asimilaba bajo la misma categoría todas las actividades sin preguntarse suficientemente si disfrutaba o no de consentimiento. Si se reconocía la importancia crucial del consentimiento, ello conducía a introducir, entre la libertad-actividad personal y la coacción, una categoría neutra, porque el individuo, en tales situaciones, no era ni libre ni verdaderamente coaccionado, puesto que reconocía la necesidad o la legitimidad del mando, de la dominación. Reducir la libertad a la ausencia de coacción parecía al sociólogo francés muy problemático. Ciertamente Hayek no desconocía el hecho de que la vida en sociedad exigía un cierto número de coacciones, pero consideraba que, en una sociedad libre, el gobierno de los hombres debía atenuarse lo más posible ante el reino de la ley que se impone a todos en razón de su abstracción y de su generalidad. La libertad se confunde entonces con la obediencia a leyes impersonales como la sola condición de que las leyes no sean opresivas. Como sociólogo, Aron responde a la idea hayekiana diciendo que si se reconoce que la ley general esconde una voluntad humana, entonces la oposición sobre la que se funda el conjunto de su doctrina queda muy debilitado. Porque, en el fondo, la perspectiva hayekiana daba a los grupos sociales y económicos dominantes un derecho moral de veto sobre la legislación. La incapacidad del liberalismo hayekiano para justificar la distinción entre ley impersonal y mando, porque convertía a las leyes generales en poco menos que leyes naturales. Asimismo, la concepción hayekiana le parecía utópica porque no daba cuenta de fenómenos tan importantes en el mundo contemporáneo como las relaciones entre Estados y el hecho nacional. Hayek desconocía que nunca había existido una sola colectividad humana, sino una pluralidad de entidades colectivas, que desarrollan unas relaciones tanto amistosas como hostiles. La política exterior era obra de los hombres concretos y no de las leyes; lo que contradecía, en gran medida, el ideal de gobierno de las leyes. Y es que toda colectividad ha de tener una política exterior y, en consecuencia, un poder ejecutivo confiado a ciertos individuos, que los ciudadanos se ven impulsados a obedecer a sus mandatos específicos.El liberalismo, tal y como la concebía Hayek, no podía explicar la esencia de lo político. La exclusión a priori de la libertad positiva, como garantía de participación política y como voluntad de independencia nacional, le parecía al sociólogo francés difícilmente sostenible. Aron estimaba que existían motivos si no razonables, sí, al menos, inteligibles en la primacía dada por algunos a la independencia de su nación por encima de sus libertades individuales. Mientras en el liberalismo de Hayek no aparece el tema de las reivindicaciones nacionales, Aron las acepta a condición siempre de poder medir los riesgos políticos y para la libertad individual que pueden comportar los movimientos de emancipación nacional. De esta manera, Aron dejaba abierta la cuestión de saber como plantearse el problema de la libertad nacional desde una perspectiva liberal. Más crítico se muestra aún Aron con el liberalismo económico de Hayek. Para el sociólogo francés, la competición económica y la competición política no se armonizan de forma espontánea; y no constituyen, de hecho, dos modalidades de una sola e idéntica lógica. Por el contrario, existe una relación dialéctica entre un régimen económico de pura concurrencia y un régimen de competición política. Lejos de acompañar como una sombra al sistema económico liberal, la libre competición política permite a los individuos y a los grupos sociales protestar contra las consecuencias de la libre concurrencia económica. Si la competición política no conduce inevitablemente a la destrucción del principio de libertad económica, favorece, sin duda, la instauración de una economía mixta. Esto no es, como señalara Hayek, producto de una alteración inventada por los ideólogos socialistas, herederos del constructivismo de Saint-Simon y sus seguidores, sino que se inscribe en la propia lógica de los sistemas de democracia pluralista. La cuestión es entonces saber hasta donde debe llevar esta regulación, para que no ponga en peligro las libertades fundamentales y la eficacia económica. En cualquier caso, Aron cree que el liberalismo económico sin trabas resulta incompatible con la democracia, es decir, con el sistema de competición política. Estaba convencido de que el régimen político competitivo conducía de manera casi fatal a un sistema de economía mixta; y que un liberalismo económico como lo concebía Hayek y otros liberales de su escuela conducía a la dictadura política. Existían, sin embargo, puntos de convergencia ocasionales entre Aron y Hayek. El sociólogo francés se apoyó en algunos planteamientos liberales clásicos hayekianos para mostrar a las democracias occidentales la necesidad de respetar exigencias esenciales de la tradición liberal, como la libertad de pensamiento y el respeto a los derechos individuales. Sin embargo, el liberalismo de Hayek reposaba, para Aron, sobre una base filosófica limitada e insatisfactoria. Y es que cuando Aron invocaba el fin de las ideologías designaba no sólo al marxismo dogmático, sino también al «otro sistema global de interpretación», es decir, a «los liberales a lo Hayek»{29}.
Conclusiones
La caída del Muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y el triunfo de denominada «revolución conservadora» en Norteamérica y Gran Bretaña, contribuyeron a la consolidación de la hegemonía del pensamiento liberal en las sociedades industriales y desarrolladas. Hayek, Popper y Aron habían contribuido, cada uno a su modo, a esa victoria. Tanto es así que el filósofo francés Marcel Gauchet ha podido decir que en la actualidad «todos somos liberales»{30}.
La sociedad española no ha permanecido ajena a la influencia del pensamiento de Hayek, Popper y Aron. Camino de servidumbre fue traducido y publicado en español en la temprana fecha de 1946. Los planteamientos de Hayek en materia económica encontraron eco en revistas como Moneda y Crédito. Sus libros fueron editados por la Fundación Ignacio Vilallonga y luego por Unión Editorial. Entre sus discípulos se encuentran Valentín Andrés Alvárez, Lucas Beltrán, Pedro Schwartz, &c.{31} Hayek tuvo incluso oportunidad de participar en algunos cursos de la Universidad Menéndez Pelayo y colaboró con un artículo en la revista Arbor{32}.
Karl R. Popper ha tenido igualmente una importante difusión en nuestro país. En septiembre de 1968, se celebró en Burgos un simposio sobre su obra, en el que participaron, entre otros, Manuel Albendea, Miguel Boyer, Fernando Hernán, Luis Martín Santos, Javier Muguerza, José Rodríguez, Luis Angel Rojo, Victor Sánchez de Zavala y Pedro Schwartz. No fue, desde luego, un simple homenaje. No pocos de los participantes eran izquierdistas, social-demócratas y marxistas. Especialmente dura fue la crítica de José Rodríguez, en defensa del marxismo{33}. El pensamiento popperiano sería difundido por editoriales como Tecnos y Alianza.
Más difícil fue la recepción de Aron, a quien el sociólogo Luis Rodríguez Zúñiga dedicó su tesis doctoral, relacionando sus planteamientos con los de la tecnocracia{34}. Por su parte, Gonzalo Fernández de la Mora consideraba al sociólogo galo como «una de las cabezas más eminentes de la Francia actual», si bien discrepaba de algunas de sus opiniones sobre el régimen de partidos{35}. Aron fue traducido al español por Alianza, Tecnos y, en Venezuela, por Monte Avila.
En general, la derecha política e intelectual ha sabido adaptarse a las nuevas circunstancias y ha asumido los planteamientos de Hayek, Popper y Aron. En sus momentos de mayor gloria, José María Aznar declaró que el liberalismo era ya «la única ideología con derecho de ciudadanía en el mundo contemporáneo»{36}. El líder del Partido Popular había sido introducido en el pensamiento liberal por los miembros del llamado «clan de Valladolid», como Lorenzo Bernardo de Quirós, y luego por Alejandro Muñoz Alonso, Pedro Schwartz, Francisco Cabrillo, &c. En los discursos de Aznar abundaron las citas de Hayek, Popper y Aron. Su admiración se centró, sobre todo, en Popper, a quien consideró «un abanderado de la verdad»{37}. No obstante, el legado de Aron fue aprovechado igualmente por la derecha española. La FAES editó, bajo la dirección de José María Lasalle, un volumen colectivo titulado Raymond Aron. Un liberal resistente, donde colaboraron Nicolás Baverez, Alejandro Campi, Jerónimo Molina, Alejandro Muñoz Alonso, &c.{38}
Sin embargo, esta recepción ha tenido, por lo general, un carácter más bien libresco; o se ha limitado a presentar a estos pensadores liberales como abanderados del status quo económico y político. La mayoría de sus exegetas españoles no se han hecho eco de sus críticas a la democracia realmente existente. Y es que, en la sociedad española actual, la democracia se ha convertido en una especie de mito; casi podríamos decir que en una «creencia», en el sentido que empleaba esta palabra Ortega y Gasset; o, si seguimos a Raymond Aron, en una «religión secular», a la que se juzga preciso inmunizar ante cualquier posible crítica. En la esperpéntica España actual, la crítica a la democracia realmente existente equivale, para tertulianos y agitadores mediáticos, a «fascismo» puro y simple. Con ello, tan sólo se muestra una profunda ignorancia histórica, ya que entre los primeros críticos de la ideología democrática se encuentran los liberales; ahí están los ejemplos de François Guizot, Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill o José Ortega y Gasset, a los que podemos añadir Joseph Schumpeter o, en la actualidad, Ronald Dworkin. Y, por supuesto, como hemos visto, Hayek, Popper o Aron. Y es que la democracia se ha mostrado históricamente incapaz, al revés de lo defendido por sus más acerbos turiferarios, de convertirse en dique frente a los abusos de poder, las matanzas y los genocidios de diversa especie{39}.
En ese sentido, la crítica de la democracia desarrollada por Hayek, Popper y Aron tiene una doble virtud. En primer lugar, su realismo destruye los fundamentos ideológicos de lo que Gustavo Bueno ha denominado «fundamentalismo democrático»{40}. Conceptos tales como «voluntad general» o «autodeterminación popular» son meramente ideológicos, irreales, metafísicos. Unos conceptos que forman parte del horizonte utópico de los regímenes de partido, es decir, la ficción de que el poder político deriva de la autoridad del pueblo y se funda en su consentimiento. En segundo lugar, su defensa de la libertad negativa, que ha de tenerse muy en cuenta. Sobre todo, su toma en consideración del criterio de las minorías es el reconocimiento de que el número no expresa ni la bondad ni la libertad. El principio mayoritario puede conducir a la imposición de la tiranía de la mayoría con desprecio de las minorías, despotismo incompatible con la libertad. No menos significativos son sus críticas al monopolio partitocrático de la representación política, una patología, bien lo sabemos los ciudadanos españoles, que elimina al diputado independiente y, exigiendo disciplina de partido, prohíbe la independencia material del elegido. Con ello, la libertad política queda muy limitada. Todo lo cual demuestra, una vez más, que liberalismo y democracia han de ser necesariamente diferenciados. El primero es una ideología con pretensiones de filosofía moral; la segunda, como se deduce de las apreciaciones de Hayek, Popper y Aron, debe ser considerada, todo lo más, un método para la designación de los gobernantes. A ese respecto, lo más plausible del liberalismo es su determinación de control y fiscalización de los abusos de poder.
Sin embargo, aún reconociendo las virtualidades de los planteamientos de estos tres pensadores, no podemos, ni debemos caer, como suele ocurrir, en una cejijunta y embobada beatería tan al uso; por el contrario, hemos de recurrir al espíritu crítico, a la hora de evaluar sus aportaciones. A mi modo de ver, Raymond Aron es el autor que más se ajusta al papel de pensador político. Lejos de ser un mero ideólogo de la guerra fría, la obra de Aron disfruta todavía de una singular frescura intelectual y política. Existe en sus escritos una síntesis singular entre filosofía, sociología y pensamiento económico. De los tres pensadores, era el que mejor conocía a Marx; y, sobre todo, quien, con mayor frialdad y lucidez, asumió los supuestos del realismo político. Sus críticas al liberalismo económico de Hayek son más actuales que nunca. Pese al auge de los supuestos neoliberales, el Estado benefactor continúa, en lo sustancial, vigente; y es muy positivo que así sea. Otra cosa es que sea necesario reformar sus contenidos y funcionamiento. En realidad, el Welfare State dista mucho de ser un invento de los socialdemócratas. Muy al contrario, se trata, como ya señalamos, en sus orígenes de una alternativa conservadora a la amenaza revolucionaria y tiene entre sus precursores a Otto von Bismarck y Lorenz von Stein, lo mismo que a otros estadistas y pensadores de la derecha. En España, Francisco Franco fue el constructor de una variedad de esta alternativa que sociólogos como Gregorio Rodríguez Cabrero han denominado «Estado autoritario del bienestar»{41}. Acertaba igualmente Aron en su censura al desdén hayekiano con respecto al hecho nacional. A nuestro entender, lo más creativo de la filosofía social de Hayek es su crítica al «constructivismo», pero esta se encuentra ya en pensadores de la derecha, no sólo en Edmund Burke, sino en el Joseph de Maistre de Consideraciones sobre Francia y Ensayo sobre el principio generador de las constituciones.
Más duros hemos de ser con Karl Popper, cuya filosofía política y social carece, en mi opinión, de originalidad. Como pensador político, Popper es muy inferior al Popper filósofo de la ciencia. El reformismo social popperiano apenas aporta algo nuevo a lo sustentado por Burke, Bismarck o Disraeli. Especialmente ingenua resulta su concepción del ciudadano como una especie de intelectual o científico que resuelve las cuestiones políticas mediante discusión racional. Una concepción que ignora alguna de las realidades más hirientes de la vida política actual; por ejemplo, que sólo una pequeña minoría tiene la oportunidad y la capacidad de recibir formación en pensamiento crítico, o que existen claros mecanismos de bloqueo y de exclusión para que ciertas ideas no puedan ser discutidas. En la práctica, la «sociedad abierta» popperiana lo es mucho menos de lo que el filósofo vienés pretendía o pensaba. Como Locke, Popper se muestra partidario de la intolerancia hacia los «intolerantes», con lo cual quedan excluídos del principio de discusión racional aquellas alternativas que considera inasimilables. Al final, la «sociedad abierta» se convierte en una perpetua discusión entre variedades del pensamiento liberal, entre liberal-conservadores y social-demócratas. No menos discutible en su concepción de la sociedad –y lo mismo podemos decir de la de Hayek–, cuyo individualismo rehúsa admitir los todos sociales que poseen características supraindividuales, tales como familias, escuelas, empresas, estados, naciones, clases, &c. En definitiva, la construcción popperiana resulta, finalmente, superficial y formalista, muy por debajo de filosofías políticas como las de Maquiavelo, Schmitt, Tocqueville, Hobbes o Burke. De la misma forma, y con mucha razón, se han puesto en cuestión sus interpretaciones de figuras eminentes de la filosofía clásica, como Platón y Hegel, hipercríticas y teñidas de un presentismo que las invalida desde un punto de vista intelectual{42}.
Por otra parte, las circunstancias sociales, políticas y culturales han comenzado, en estos momentos, a cambiar. No estamos ya en 1989. La profunda crisis económica y la política internacional norteamericana han contribuido a desacreditar el liberalismo hasta ahora hegemónico. Nada está escrito; la historia es un proceso radicalmente abierto. En ese sentido, por decirlo en palabras de Michael Oakheshott y John Gray, se impone una política de escepticismo, huyendo de cualquier fundamentalismo, comenzando por el democrático{43}. En esta nueva coyuntura, Hayek, Popper y, sobre todo, Aron pueden ser, interpretados críticamente, fuera de toda ortodoxia, unos buenos compañeros de viaje.
Notas
{1} Charles S. Maier, La reconstrucción de la Europa burguesa. Madrid 1988.
{2} Manuel García Pelayo, Las transformaciones del Estado contemporáneo.Madrid 1977, pp. 14 ss.
{3} Jacob Talmon, Los orígenes de la democracia totalitaria. Madrid 1952. Mesianismo político. Madrid 1953.
{4} Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad y otros ensayos. Madrid 2001.
{5} Friedrich Hayek, Camino de servidumbre. Madrid 1976.
{6} Friedrich Hayek, La contrarrevolución en la ciencia. Madrid 2004. El orden sensorial. Madrid 2007. «Los errores del constructivismo», en Nuevos estudios de filosofía política, economía e historia de las ideas. Buenos Aires 1981, pp. 77 ss.
{7} Friedrich Hayek, Los fundamentos de la libertad.. Madrid 1982. La fatal arrogancia. Los errores del socialismo. Madrid 1990. Individualismo: el verdadero y el falso. Madrid 2009.
{8} Friedrich Hayek, Derecho, legislación y libertad. Madrid 2009, pp. 295 ss. «El atavismo de la justicia social», en Nuevos estudios en filosofía, política, economía e historia de las ideas. Buenos Aires 1981, pp. 60 ss.
{9} Friedrich Hayek, «¿A dónde va la democracia?», en Nuevos estudios en filosofía política, economía e historia de las ideas. Buenos Aires 1981, pp. 131-139. «El liberalismo», en op. cit., pp. 123 ss. Derecho, legislación y libertad.Madrid 2009, pp. 16ss, 465 ss.
{10} Friedrich Hayek, «La constitución de un Estado liberal», en Nuevos estudios…, pp. 87 ss.
{11} Karl R. Popper, Búsqueda sin término. Autobiografía intelectual. Madrid 1977.
{12} Karl R. Popper, La lógica de la investigación científica. Madrid 1981. Conocimiento objetivo. Madrid 1981. Conjeturas y refutaciones. Buenos Aires 1979.
{13} Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos. Buenos Aires 1982. Miseria del historicismo. Madrid 1973. Después de la sociedad abierta. Escritos sociales y políticos. Madrid 2010.
{14} Karl R.Popper, «Sobre la teoría de la democracia», en La responsabilidad de vivir. Escritos sobre política, historia y conocimiento. Barcelona 1995, pp. 175-181. «¿En qué cree Occidente?», En busca de un mundo mejor. Barcelona 1993, pp. 276-277. «De la tolerancia», «Acerca de la democracia», «El poder de la televisión», en Después de la sociedad abierta. Escritos sociales y políticos.Madrid 2010, pp. 389-405, 441-450, 499-512.
{15} Raymond Aron, La sociología alemana. Buenos Aires 1967, pp. 155ss.
{16} Raymond Aron, Introducción a la filosofía de la historia. Buenos Aires 2006, pp. 58 ss.
{17} Véase Nicolas Baverez, Raymond Aron. Un moraliste au temps des ideologies. París 1993, pp. 167ss, 183 ss.
{18} Raymond Aron, Le spectateur engagé. París 2004, p. 233.
{19} Raymond Aron , Memorias. Madrid 1985, pp. 439 ss.
{20} Raymond Aron, El opio de los intelectuales. Buenos Aires 1979, pp. 43 ss, 73 ss, 138 ss, 293 ss.
{21} Raymond Aron, Los marxismos imaginarios. Caracas 1969. Le marxisme de Marx. París 2004.
{22} Raymond Aron, Ensayo sobre las libertades. Madrid 1974, pp. 17ss.
{23} Raymond Aron, Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial. Barcelona 1971.
{24} Raymond Aron, Democracia y totalitarismo. Barcelona 1968, pp. 24 ss.
{25} Raymond Aron, Memorias. Madrid 1985, p. 676.
{26} Raymond Aron, Introducción a El político y el científico de Max Weber. Madrid 1979, p. 34.
{27} Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución.Barcelona 1999, pp. 42 ss, 61, 74, 86, 247, 115, 125-126, 129, 149 ss. Democracia y totalitarismo. Barcelona 1968, pp. 71-75, 58-59, 127, 151 ss, 111, 127, 55, 137.
{28} Raymond Aron, Introducción.., pp. 86, 247 ss.
{29} Raymond Aron, Introducción…, pp. 151 ss. Ensayo sobre las libertades.Madrid 1974, pp. 145ss.
{30} Marcel Gauchet, La condición histórica. Madrid 2007, p. 188.
{31} Véase Juan Velarde Fuertes, Introducción a la historia del pensamiento económico español. Madrid 1974, pp. 274 ss. Gonzalo Anes y Antonio Gómez Mendoza, Cultura sin libertad. La Sociedad de Estudios y Publicaciones (1947-1980). Valencia 2009, pp. 18, 148, 188.
{32} Véase Onésimo Díaz Hernández, Rafael Calvo Serer y el grupo Arbor.Valencia 2008, pp. 198, 225, 273, 371, 578.
{33} Véase Simposio de Burgos. Ensayos de Filosofía de la Ciencia. En torno a la obra de Sir Karl Popper. Madrid 1970.
{34} Luis Rodríguez Zúñiga, Raymond Aron y la sociedad industrial. Madrid 1973.
{35} Gonzalo Fernández de la Mora, La partitocracia. Madrid 1977, pp. 72 ss.
{36} José María Aznar, Libertad y solidaridad. Barcelona 1991, pp. 15 y 37. La España en que yo creo. Discursos políticos. Madrid 1995, pp. 226.
{37} Homenaje a Karl Popper. Madrid 1994, p. 8.
{38} Raymond Aron. Un liberal resistente. Madrid 2005.
{39} Véase Michael Mann, El lado oscuro de la democracia. Un estudio sobre la limpieza étnica. Valencia 2009, pp. 9, 98 ss.
{40} Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen. Madrid 2010, pp. 159 ss.
{41} Gregorio Rodríguez Cabrero, «La política social en España: realidades y tendencias», en R. Muñoz Bustillo, Crisis y futuro del Estado del bienestar.Madrid 1989.
{42} Véase, a ese respecto, el contenido de la carta de Eric Voegelin a Leo Strauss el 14 de abril de 1950, en Eric Voegelin-Leo Strauss, Fe y política. Correspondencia 1934-1964. Madrid 2009, pp. 103-105.
{43} Véase Michael Oakheshott, La política de fe y la política de escepticismo.México 1998. John Gray, Contra el progreso y otras ilusiones. Barcelona 2006.
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