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lunes, 29 de octubre de 2018

Lo que se ve y lo que no se ve Frédéric Bastiat (1801 - 1850) 

Lo que se ve y lo que no se ve Frédéric Bastiat (1801 - 1850) 

En el ámbito económico, un acto, un hábito, una institución, una ley, no producen sólo un efecto, sino una serie de efectos. De éstos, únicamente el primero es inmediato, y dado que se manifiesta a la vez que su causa, lo vemos. Los demás, como se desencadenan sucesivamente, no los vemos; bastante habrá con preverlos.

La diferencia entre un mal economista y uno bueno se reduce a que, mientras el primero se fija en el efecto visible, el segundo tiene en cuenta el efecto que se ve, pero también aquellos que es preciso prever. 

Sin embargo, esta diferencia es enorme, pues casi siempre ocurre que, cuando la consecuencia inmediata es favorable, las consecuencias ulteriores resultan funestas, y viceversa. De donde se sigue que el mal economista procura un exiguo bien momentáneo al que seguirá un gran mal duradero, mientras que el verdadero economista procura un gran bien perdurable a cambio de un mal tan sólo pasajero.

Eso mismo acontece en higiene y en moral. Muchas veces, cuanto más grato es el primer resultado de una costumbre, tanto más amargas serán las imprevistas consecuencias ulteriores, como sucede con la incontinencia, la pereza y la prodigalidad, entendidas como rutina. Así pues, cuando alguien experimenta el efecto que se ve, sin haber aprendido a discernir los que no se ven, se abandona a hábitos funestos, no ya sólo por inclinación, sino por cálculo.

Esto explica la evolución fatalmente dolorosa de la humanidad, que, cercada en su nacimiento por la ignorancia, se ve obligada a determinar sus actos por las primeras consecuencias de los mismos, pues son las únicas que, en principio, puede captar. Sólo con el tiempo aprende a tomar en consideración las demás. Para ello, cuenta con dos maestros claramente diferenciados, a saber, la experiencia y la previsión. 

La experiencia enseña con eficacia, pero también con brutalidad: haciendo que los experimentemos, nos instruye acerca de todos los efectos de un acto, y así, a fuerza de quemarnos, necesariamente aprenderemos que el fuego quema. 

A mí me gustaría poder sustituir ese rudo método por otro más suave: el de la previsión. Con este fin pretendo indagar sobre las consecuencias de algunos fenómenos económicos, poniendo las que no se ven cara a cara con las que se ven.

 EL CRISTAL ROTO

Veamos el ejemplo del hombre cuyo atolondrado hijo rompe un cristal. Ante semejante espectáculo, seguro que hasta treinta hipotéticos espectadores sabrían ponerse de acuerdo para ofrecer al atribulado padre un consuelo unánime: «No hay mal que por bien no venga. Así se fomenta la industria. Todo el mundo tiene derecho a la vida. ¿Qué sería de los vidrieros si nadie rompiese cristales?»

Pues bien, en esta formulación subyace toda una teoría en la que conviene percibir un flagrante delito (si bien, en este caso, leve), pero que es exactamente la misma que, por desgracia, gobierna la mayoría de nuestras instituciones económicas.

Suponiendo que haya que gastar seis francos en la reparación del desperfecto, si se mantiene que, gracias a ello, ese dinero ingresa en la industria vidriera, la cual se ve favorecida en tal cantidad, estaré de acuerdo y sin nada que objetar, pues el razonamiento es válido. Vendrá el vidriero, hará su trabajo y cobrará los seis francos, frotándose las manos y bendiciendo en su fuero interno la torpeza del chico. Esto es lo que se ve.

Mas, si por vía de deducción se quiere significar, como sucede con demasiada frecuencia, que es útil romper los cristales porque de este modo circula el dinero fomentando la industria en general, habré de objetar que, siendo cierto que semejante teoría se ocupa de lo que se ve, pasa por alto lo que no se ve.

No se ve que, puesto que nuestro hombre se ha gastado seis francos en una cosa, ya no los podrá gastar en ninguna otra. No se ve que, de no haber tenido que reponer el cristal, habría repuesto, por ejemplo, su calzado, o tal vez habría adquirido un libro para su biblioteca. Es decir, que hubiera dispuesto de seis francos para emplearlos en cualquier cosa.

Hagamos las cuentas de la industria en general. 

Con la rotura del cristal, la industria vidriera recibe un estímulo a razón de seis francos: esto es lo que se ve. 

De no haberse roto el vidrio, la industria del calzado (o la de cualquier otro ramo) se habría beneficiado de ese dinero: esto es lo que no se ve. 

Y si se tomase en consideración lo que no se ve, por ser un hecho negativo, lo mismo que lo que se ve, por ser un hecho positivo, se comprendería que la industria en general, o el conjunto del trabajo nacional, no tiene el menor interés en que se rompan o dejen de romperse los cristales.

Vamos ahora con las cuentas de nuestro ciudadano. 

En la primera hipótesis, que es la del vidrio roto, el hombre gasta seis francos y obtiene de nuevo lo que ya poseía. 

En la segunda, si el incidente no se hubiera producido, habría invertido los seis francos en calzado y tendría en su poder, además del cristal, un par de zapatos. 

Y como el ciudadano forma parte de la sociedad, hay que concluir que, tomada en su conjunto, y calculando el trabajo y su producto, la sociedad ha perdido el valor del vidrio roto.

Consecuencia que, si generalizamos, nos lleva a la inesperada conclusión de que la sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente; o al enunciado, para pasmo de los proteccionistas, de que romper y derrochar no estimulan el trabajo nacional; o a la sencilla afirmación de que la destrucción no conlleva beneficio.

Me gustaría conocer lo que al respecto puedan decir el Moniteur Industriel o los partidarios del buen señor de Saint-Chamans, quien con tanta exactitud calculó lo que ganaría la industria, si ardiese todo París, por las casas que habría que reedificar. 

Estoy consternado por desbaratar sus ingeniosas cuentas, cuyo espíritu ha introducido en nuestra legislación. Pero le suplicaría que las echara de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que no se ve junto a lo que se ve.

Es necesario que el lector considere que en el breve drama que acabo de someter a su atención no hay solamente dos personajes, sino tres. El primero, el ciudadano, representa al consumidor, limitado a un solo goce en lugar de los dos de que disponía antes de la destrucción. El otro, personificado en el vidriero, representa al productor, a quien el accidente fomenta su industria. El último es el zapatero (u otro industrial cualquiera), cuyo trabajo pierde en estímulo otro tanto de lo que el anterior ha ganado y precisamente por la misma causa. Este tercer personaje, a quien se mantiene siempre en la oscuridad y que representa lo que no se ve, es un término necesario del problema. Es el que nos hace comprender el gran absurdo que hay en ver un beneficio en la destrucción. El que nos ha de demostrar en breve que no es menos absurdo esperar un beneficio de la restricción, que, al fin y al cabo, no es más que una destrucción parcial. De manera que, si se examina el fondo de todos los argumentos que en su favor se emplean, no encontraremos más que una paráfrasis del dicho vulgar: 

qué sería de los vidrieros si nunca se rompiesen los cristales?

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