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lunes, 22 de julio de 2019

La pretensión de conocimiento Friedrich A. Hayek: Discurso en memoria de Alfred Nobel, 11 de diciembre de 1974

http://www.miseshispano.org/2014/10/la-pretension-de-conocimiento/
Friedrich A. Hayek • octubre 20, 2014 
[Discurso en memoria de Alfred Nobel, 11 de diciembre de 1974]


 La ocasión concreta de este discurso, combinada con el principal problema práctico que los economistas tienen que afrontar hoy, ha hecho la elección de su tema casi inevitable. Por un lado, el aún reciente establecimiento del Premio Memorial Nobel en ciencia económica indica un paso importante en el proceso por el que, en opinión de la gente en general, se ha concedido a la economía algo de la dignidad y el prestigio de las ciencias físicas. Por otro lado, a los economistas se les reclama en este momento que digan cómo librar al mundo libre de la grave amenaza de la aceleración de la inflación, que, debe admitirse, se ha producido por políticas que la mayoría de los economistas recomendaron e incluso urgieron seguir a los gobiernos. De hecho ene te momento tenemos poco de lo que enorgullecernos: como profesión hemos montado un lío.

Me parece que este fracaso de los economistas en guiar la política con más éxito está muy relacionado con su propensión a imitar tanto como sea posible las procedimientos de las ciencias físicas brillantemente exitosas, un intento que en nuestro campo puede llevar a un inmenso error. Es una aproximación que se ha descrito como la actitud “científica”, una actitud que, como la definí hace treinta años, “es decididamente acientífica en el verdadero sentido de la palabra, ya que implica una aplicación mecánica y acrítica de hábitos de pensamiento de campos distintos de aquellos en los cuales se han formado”.[1] Hoy quiero empezar explicando cómo algunos de los errores más graves de la política económica reciente son una consecuencia directa de este error científico.

La teoría que ha estado guiando la política monetaria y financiera durante los últimos treinta años y que sostengo que es en buena parte el producto de esa concepción errónea del procedimiento científico apropiado, consiste en la afirmación de que existe una correlación positiva simple entre el empleo total y el tamaño de la demanda agregada de bienes y servicios: lleva a la creencia de que podemos garantizar permanentemente el pleno empleo manteniendo el gasto monetario total en un nivel apropiado. Entre las diversas teorías aportadas para ocuparse de un desempleo extenso, esta es probablemente la única en cuyo apoyo pueda aducirse una fuerte evidencia cuantitativa. Sin embargo, yo la considero esencialmente falsa y actuar según ella, como experimentamos ahora, como muy dañino.

Esto me lleva a lo esencial. 
Frente a la postura que existe en las ciencias físicas, en economía y otras disciplinas que tratan con fenómenos esencialmente complejos, los aspectos de los eventos a considerar sobre los que obtenemos datos cuantitativos están necesariamente limitados y pueden no incluir los importantes. Mientras que en las ciencias físicas se asume por lo general, probablemente por buenas razones, que cualquier factor importante que determine los eventos observados será él mismo directamente observable y medible, en el estudio de fenómenos tan complejos como el mercado, que depende de las acciones de muchos individuos, todas las circunstancias que determinarán el resultado de un proceso, por razones que explicaré más tarde, difícilmente serán completamente conocidas o medibles. Y mientras que en las ciencias físicas el investigador podrá medir lo que, sobre la base de una teoría prima facie, crea que es importante, en las ciencias sociales a menudo se trata como importante lo que está disponible para su medición. Esto a veces se lleva al punto en que reclama que nuestras teorías deban formularse en tales términos que se refieran solo a magnitudes mensurables.

Difícilmente puede negarse que tal demanda limita arbitrariamente los hechos que se admitirían como causas posibles de los eventos que ocurrirían en el mundo real. Esta visión, que es a menudo aceptada muy ingenuamente como requisito para el procedimiento científico, tiene algunas consecuencias bastante paradójicas. Conocemos, por supuesto, con respecto al mercado y estructuras sociales similares, muchísimos hechos que no podemos medir y sobre los cuales tenemos solo alguna información muy imprecisa y general. Y como los efectos de estos hechos en un caso particular no pueden confirmarse por evidencias cuantitativas, simplemente son ignorados por los conjurados para admitir solo lo que consideran como evidencias científicas: a continuación proceden alegremente sobre la ficción de que los factores que pueden medir son los únicos que son relevantes.

La correlación entre demanda agregada y empleo total, por ejemplo, puede ser solo aproximada, pero como es la única sobre la que tenemos datos cuantitativos, se acepta como la única conexión causal que importa. Sobre este patrón puede ser que existan mejores evidencias “científicas” para una teoría falsa, que será aceptada porque es más “científica”, que para una explicación válida, que se rechaza porque no hay evidencia cuantitativa para ella.

Déjenme que explique esto con un breve ejemplo de lo que considero la cusa principal actual del enorme desempleo, un ejemplo que también explicará por qué dicho desempleo no puede en último término resolverse con las políticas inflacionistas recomendadas por las teorías actualmente de moda. Esta explicación correcta me parece que es la existencia de discrepancias entre la distribución de la demanda entre los distintos bienes y servicios y la asignación de mano de obra y otros recursos entre la producción de esos productos. Poseemos un conocimiento “cualitativo” bastante bueno de las fuerzas por las que se consigue una correspondencia entre demanda y oferta en los distintos sectores del sistema económico, de las condiciones bajo las cuales se conseguirá y de los factores que es posible que impidan dicho ajuste. Los pasos separados en la explicación de este proceso se basan en hechos e la experiencia diaria y pocos que se tomen la molestia de seguir el argumento cuestionarán la validez de la suposición factual o la corrección lógica de las conclusiones a partir de ello. Tenemos realmente buenas razones para creer que el desempleo indica que la estructura de precios y salarios relativos se ha distorsionado (normalmente por fijación monopolista o gubernamental del precios) y que para restaurar la igualdad entre la demanda y oferta de mano de obra en todos los sectores, serán necesarios cambios en los precios relativos y algunas transferencias de mano de obra.

Pero cuando se nos piden evidencias cuantitativas para la estructura particular de precios y salarios que se requeriría para asegurar una venta continua y regular de los productos y servicios ofrecidos, debemos admitir que no tenemos esa información. Sabemos, en otras palabras, las condiciones generales en las que lo que podemos llamar, algo equívocamente, un equilibrio se establece por sí mismo; pero nunca sabemos cuáles son los precios o salarios concretos que existirían si el mercado produjera dicho equilibrio. Solo podemos decir cuáles son las condiciones en que podemos esperar que el mercado establezca precios y salarios a los cuales la demanda igualará a la oferta. Pero nunca podemos producir información estadística que muestre en cuánto se desvían los precios y salarios existentes de aquellos que asegurarían una venta continua de la oferta actual de mano de obra. Aunque esta explicación de las causas del desempleo es una teoría empírica (en el sentido, de que podría demostrarse que es falsa, por ejemplo, si, con una oferta monetaria constante, un aumento general de salarios no llevara a desempleo), indudablemente no es el tipo de teoría que podríamos usar para obtener predicciones numéricas concretas respecto de los niveles salariales o la distribución del trabajo a esperar.

¿Por qué deberíamos, sin embargo, tener que suplicar ignorancia en economía del tipo de hechos sobre los que, en el caso de la teoría física, se esperaría indudablemente de un científico  que diera información precisa? 


Probablemente no sea sorprendente que los impresionados por el ejemplo de las ciencias físicas deban encontrar esta postura muy insatisfactoria y deban insistir en los patrones de prueba que encuentran allí. La razón para este estado de cosas es el hecho, al que ya nos referido brevemente, de que las ciencias sociales, igual de mucha de la biología, pero al contrario que la mayoría de los campos de las ciencias sociales, tienen que tratar con estructuras de complejidad esencial, es decir, con estructuras cuyas propiedades características pueden exhibirse solo por modelos compuestos por un número relativamente grande de variables. Por ejemplo, la competencia es un proceso que produciría resultados seguros solo si se produjera entre un número bastante grande de personas que actúan.

En algunos campos, especialmente donde aparecen problemas de tipo similar en las ciencias físicas, las dificultades pueden superarse usando, en lugar de información concreta acerca de elementos individuales, datos acerca de la frecuencia relativa o la probabilidad de ocurrencia de diversas propiedades distintivas de los elementos. Pero esto solo es verdad cuando tenemos que tratar con lo que ha sido llamado por el Dr. Warren Weaver (antiguamente de la Fundación Rockefeller), con una distinción que tendría que conocerse mucho más ampliamente, “fenómenos de complejidad desorganizada”, frente a los “fenómenos de complejidad organizada”, que tenemos que tratar en las ciencias sociales.[2]

Complejidad organizada significa aquí que el carácter de las estructuras que la muestran depende no solo de las propiedades de los elementos individuales que las componen y la frecuencia relativa con que ocurren, sino asimismo de la manera en que los elementos individuales están conectados entre sí. En la explicación del funcionamiento de dichas estructuras no podemos, por esta razón, reemplazar la información acerca de los elementos individuales por información estadística, sino que requiere una información completa acerca de cada elemento si desde nuestra teoría vamos a deducir predicciones concretas sobre acontecimientos individuales. Sin esa información concreta acerca de los elementos individuales estaríamos confinados a lo que en otra ocasión he llamado meras predicción de patrones, predicción de algunos de los atributos generales de las estructuras que se formarán a sí mismos, pero sin contener afirmaciones concretas acerca de los elementos individuales de los que estarán compuestas las estructuras.[3]

Esto es especialmente cierto en nuestras teorías que explican la determinación de los sistemas de precios y salarios relativos que se conformarán sobre un mercado que funcione bien. En la determinación de estos precios y salarios entrarán los efectos de información concreta en poder de cada uno de los participantes en el proceso del mercado, una suma de hechos que no puede conocer en su totalidad el observador científico ni ningún otro cerebro individual. Es realmente la fuente de la superioridad del orden del mercado y la razón por la que, cuando no es suprimida por los poderes del gobierno, desplaza regularmente otros tipos de orden, que se utilizará en la reasignación resultante de los recursos más de lo que se utilizará el conocimiento de hechos concretos que existe solo disperso entre innumerables personas y que ninguna persona individual puede poseer. Pero como nosotros, los observadores científicos, no podemos por tanto saber todos los determinantes de dicho orden, y en consecuencia no podemos conocer a qué estructura particular de demanda de precios y salarios se igualaría la oferta en todo lugar, tampoco podemos medir las desviaciones de ese orden, no podemos probar estadísticamente nuestra teoría de que son las desviaciones de ese sistema de “equilibrio” de precios y salarios lo que hace imposible vender algunos de los productos y servicios a los precios a los que se ofrecen.

Antes de continuar con mi preocupación inmediata, los efectos de todo esto en las políticas de empleo seguidas actualmente, permitidme definir más concretamente las limitaciones propias de nuestro conocimiento numérico que se olvidan tan a menudo. Quiero hacer esto para evitar dar la impresión de que rechazo de forma general el método matemático en economía. En realidad considero que la gran ventaja de la técnica matemática es que nos permite describir, por medio de ecuaciones algebraicas, el carácter general de un patrón, incluso cuando ignoramos los valores numéricos que determinarían su manifestación concreta. Apenas habríamos logrado este retrato comprensivo de las interdependencias mutuas de los distintos acontecimientos en un mercado sin esta técnica algebraica. Sin embargo, ha llevado a la ilusión de que podemos usar esta técnica para la determinación y predicción de valores numéricos de estas magnitudes y esto ha llevado a una vana búsqueda de constantes cuantitativas o numéricas. Esto se produjo a pesar del hecho de que los fundadores modernos de la economía matemática no tenían esas ilusiones. Es verdad que sus sistemas de ecuaciones que describían el patrón de un equilibrio de mercado estaban tan marcadas que si fuésemos capaces de rellenar todos los espacios de la fórmula abstracta, es decir, si conociéramos todos los parámetros de estas ecuaciones, podríamos calcular los precios y cantidades de todos los productos y servicios vendidos. Pero, como dijo claramente Vilfredo Pareto, uno de los fundadores de esta teoría, su propósito no puede sr “llegar a un cálculo numérico de precios”, porque, como dijo, sería “absurdo” suponer que podemos calcular todos los datos.[4]
De hecho lo principal ya lo habían visto esos notables precursores de la economía moderna, los escolásticos españoles del siglo XVI, que destacaban que lo que llamaban pretium mathematicum, el precio matemático, dependía de tantas circunstancias particulares que nunca podría ser conocido por el hombre y solo era conocido por Dios.[5]
A veces deseo que nuestros economistas matemáticos hicieran caso de esto. Debo confesar que sigo dudando si su búsqueda de magnitudes medibles ha hecho contribuciones importantes a nuestro conocimiento teórico de los fenómenos económicos, algo distinto de su valor como una descripción de situaciones concretas. Tampoco estoy dispuesto a aceptar la excusa de que esta rama de investigación sea aún demasiado joven: ¡Después de todo, Sir William Petty, el fundador de la econometría, era un colega veterano de Sir Isaac Newton en la Royal Society!

Puede haber pocos casos en que la superstición de que solo las magnitudes medibles puedan ser importantes haya hecho un daño real en el campo económico: pero los problemas actuales de inflación y desempleo son uno muy serio. Su efecto ha sido que lo que es probablemente la verdadera causa del extenso desempleo haya sido desechada por la mayoría de los economistas de mentalidad científica, porque su funcionamiento no podría confirmarse por relaciones directamente observables entre magnitudes mensurables y esa casi exclusiva concentración en fenómenos superficiales mensurables cuantitativamente ha producido una política que ha empeorado las cosas.

Por supuesto, tiene que admitirse que el tipo de teoría que considero como la verdadera explicación del desempleo es una teoría de un contenido algo limitado, porque nos permite realizar solo predicciones muy generales del tipo de eventos que debemos esperar en una situación concreta. Pero los efectos en política de las construcciones más ambiciosas no han sido muy afortunados y confieso que prefiero un conocimiento real pero imperfecto, aunque deje muchos indeterminado e impredecible, a una pretensión de conocimiento exacto que es probable que sea falso. El crédito que la aparente conformidad con patrones científicos reconocidos puede ganar por teorías aparentemente simples pero falsas, puede tener graves consecuencias, como demuestra el caso actual.

DE hecho, en el caso que explicamos, las mismas medidas que ha recomendado la teoría “macroeconómica” dominante como solución al desempleo (a saber, el aumento en la demanda agregada) se han convertido en una cusa para una muy extendida mala asignación de recursos que es probable que haga inevitable un desempleo posterior a gran escala. La inyección continua de cantidades adicionales de dinero en puntos del sistema económico donde crea una demanda temporal, que debe cesar cuando el aumento en la cantidad de dineros e detenga o ralentice, lleva a la mano de obra y otros recursos a empleos que solo pueden durar mientras continúe el aumento de la cantidad de dinero al mismo ritmo, o quizá incluso solo mientras continúe acelerándose a un ritmo determinado. Lo que ha producido esta política no es tanto un nivel de empleo que no podría haberse producido de otra forma, como una distribución del empleo que no puede mantenerse indefinidamente y que después de algún tiempo pueda mantenerse solo mediante una tasa de inflación que llevaría rápidamente a una desorganización de toda actividad económica. El hecho es que por una visión teórica errónea hemos llegado a una posición precaria en la que no podemos evitar que reaparezca un desempleo sustancial; no porque, como se representa erróneamente a veces esta opinión, este desempleo se produzca deliberadamente como medio para combatir la inflación, sino porque ahora está condenado a producirse, como una consecuencia profundamente lamentable, pero inevitable, de las políticas erróneas del pasado, tan pronto como la inflación deje de acelerarse.

Sin embargo, debo dejar ahora estos problemas de importancia práctica inmediata que he presentado principalmente como un ejemplo de las consecuencias trascendentales que pueden seguirse de errores con respecto a problemas abstractos de la filosofía de la ciencia. Hay tantas razones para ser aprensivo sobre los peligros a largo plazo creados en un campo mucho más amplio por la aceptación acrítica de afirmaciones que tienen la apariencia de ser científicas como con respecto a los problemas que acabo de explicar. Lo que quería exponer principalmente con el ejemplo de actualidad, es que indudablemente en mi campo, pero creo que también en general en las ciencias humanas, lo que parece superficialmente como el procedimiento más científico es a menudo el menos científico y, aparte de esto, que estos campos hay límites definidos  a lo que podemos esperar que logre la ciencia. Esto significa que confiar a la ciencia (o al control deliberado según principios científicos) más de lo que puede lograr el método científico, puede tener efectos deplorables. El progreso de las ciencias naturales en los tiempos modernos, por supuesto, ha excedido tanto todas las expectativas que cualquier sugerencia de que haya algunos límites a ellas va a generar sospechas. Especialmente se resistirán a esa idea quienes hayan esperado que nuestro creciente poder de predicción, generalmente considerado con el resultado característico del avance científico, aplicado a los procesos de la sociedad, nos permitiera pronto moldear la sociedad enteramente a nuestro gusto. Es en realidad cierto que, frente a la euforia que tienden a producir los descubrimientos en las ciencias físicas, las ideas que obtenemos del estudio de la sociedad tiene más a menudo un efecto de enfriamiento en nuestras aspiraciones y quizá no sea sorprendente que los miembros jóvenes más impetuosos de nuestra profesión no estén siempre dispuesto a aceptar esto. Aun así, la confianza en el poder ilimitado de la ciencia está demasiado a menudo basada en una falsa creencia en que el método científico consiste en la aplicación de una técnica ya preparada o en imitar la forma en lugar de la sustancia del procedimiento científico, como si bastara con seguir algunas recetas de cocina para resolver todos los problemas sociales. A veces casi parece como si las técnicas de la ciencia se aprendieran más fácilmente que el pensamiento que nos muestra cuáles son los problemas y cómo aproximarse a ellos.

El conflicto entre lo que en su actual estado de ánimo espera el público que logre la ciencia para satisfacer esperanzas populares y lo que está realmente a su alcance es un tema serio porque, aunque todos los verdaderos científicos reconocieran las limitaciones de lo que pueden hacer en el campo de los asuntos humanos, mientras la gente espere más, siempre habrá alguno que pretenda, y quizá crea honradamente, que puede hacer más por atender las demandas populares de lo que realmente él puede hacer. A menudo es bastante difícil para el experto, e indudablemente en muchos casos imposible para el lego, distinguir entre afirmaciones legítimas e ilegítimas desarrolladas en nombre de la ciencia. La enorme publicidad dada recientemente por los medios de comunicación a un informa que se pronuncia en nombre de la ciencia sobre Los límites del crecimiento y el silencio de esos mismos medios acerca de la devastadora crítica que ha recibido este informe por los expertos competentes,[6] debe hacer a uno algo aprensivo acerca del uso que puede darse al prestigio de la ciencia. Pero no es en modo alguno solo en el campo de la economía en el que se hacen afirmaciones de largo alcance en nombre de una dirección más científica de todas las actividades humanas y la conveniencia de reemplazar los procesos espontáneos por un “control humano consciente”. Si no me equivoco, psicología, psiquiatría y algunas ramas de la sociología, por no hablar de la llamada filosofía de la historia, están incluso más afectadas por lo que he llamado el prejuicio científico y por afirmaciones engañosas de lo que puede lograr la ciencia.[7]

Si queremos salvaguardar la reputación de la ciencia y evitar la arrogación de conocimiento basada en una similitud superficial del procedimiento con el de las ciencias físicas, tendrá que dirigirse mucho esfuerzo hacia desacreditar esas arrogaciones, algunas de las cuales se han convertido ahora mismo en los intereses creados de departamentos universitarios establecidos. No podemos estar lo bastante agradecidos a filósofos de la ciencia tan modernos como Sir Karl Popper por darnos un test por el que podemos distinguir entre lo que podemos aceptar como científico y lo que no, un test que estoy seguro de que no aprobarían algunas doctrinas ahora ampliamente aceptadas como científicas. Sin embargo, hay algunos problemas especiales, en relación con aquellos fenómenos esencialmente complejos, de los cuales las estructuras sociales son un ejemplo importante, que me hacen desear replantear en conclusión en términos más generales las razones por las que en estos campos no solo son los únicos obstáculos absolutos para la predicción de eventos concretos, sino por qué actuar como si poseyéramos conocimiento científico que nos permita trascenderlos puede convertirse en sí mismo en un serio obstáculo al avance del intelecto humano.

Lo principal que debemos recordar es que el avance grande y rápido de las ciencias físicas tuvo lugar en campos en los que demostró que la explicación y predicción podía basarse en leyes que explicaban los fenómenos observados como funciones de comparativamente pocas variables (ya fueran hechos concretos o frecuencias relativas de eventos). Esta puede incluso ser la razón última por la que caracterizamos estos ámbitos como “físicos” frente a otros con estructuras más altamente organizadas, que he llamado aquí fenómenos esencialmente complejos. No hay razón por las que la postura deba ser la misma en los primeros campos que en los últimos. Las dificultades que encontramos en los últimos no son, como podría sospecharse en principio, dificultades sobre la formulación de teorías para la explicación de los eventos observados (aunque causan también dificultades especiales para probar explicaciones propuestas y por tanto para eliminar malas teorías). Se deben al problema principal que aparece cuando aplicamos nuestras teorías a cualquier situación particular en el mundo real.

Una teoría de los fenómenos esencialmente complejos debe referirse a un gran número de hechos concretos y para derivar de ella una predicción, o probarla, tenemos que verificar todos estos hechos concretos. Una vez consigamos esto, no tendremos especial dificultad en deducir predicciones comprobables: con la ayuda de computadoras modernas, debería ser bastante fácil insertar estos datos en los espacios apropiados de la fórmula teórica y deducir una predicción. La dificultad real, a cuya solución la ciencia tiene poco que contribuir y que a veces es realmente irresoluble, consiste en la verificación de los hechos particulares.

Un sencillo ejemplo mostrará la naturaleza de esta dificultad. Consideremos un partido de béisbol jugado por unas pocas personas con habilidades aproximadamente iguales. Si supiéramos unos pocos hechos particulares además de nuestro conocimiento general de la capacidad de los jugadores individuales, como su estado de atención, sus sensaciones y el estado de sus corazones, pulmones, músculos, etc. en cada momento del juego, probablemente podríamos predecir el resultado. De hecho, si estamos familiarizados tanto con el juego como con los equipos deberíamos tener probablemente una idea bastante inteligente sobre de qué dependerá el resultado. Pero por supuesto no seríamos capaces de verificar esos hechos y en consecuencia el resultado del juego estará fuera del rango de lo predecible científicamente, por muy bien que conozcamos qué efectos tendrían acontecimientos concretos en el resultado del partido. Eso no significa que no podamos hacer predicciones en absoluto acerca del transcurrir de ese partido. Si sabemos las reglas de los distintos juegos, al ver uno sabremos muy pronto a qué se juega y qué tipos de acciones podemos esperar y cuáles no. Pero nuestra capacidad de predecir se limitará a esas características generales de los eventos a esperar y no incluirá la capacidad de predecir eventos individuales concretos.

Esto se corresponde con lo que he llamado antes las predicciones de mero patrón, a las cuales estamos cada vez más confinados a medida que penetramos desde el ámbito en que prevalecen leyes relativamente simples al rango de fenómenos en los que rige la complejidad organizada. Al ir avanzando, encontramos cada vez más frecuentemente que podemos en realidad verificar solo algunas pero no todas las circunstancias particulares que determinan el resultado de un proceso concreto y en consecuencia solo podemos predecir algunas pero no todas las propiedades del resultado que tenemos que esperar. A menudo todo lo que podremos predecir serán algunas características abstractas del patrón que aparecerá, relaciones entre tipos de elementos sobre los cuales individualmente sabemos muy poco. Pero, como estoy dispuesto a repetir, todavía conseguiremos predicciones que puedan ser falsadas y que por tanto son de valor empírico.

Por supuesto, comparadas con las predicciones precisas que hemos aprendido a esperar en las ciencias físicas, este tipo de predicciones de mero patrón es algo inferior con lo que no gusta contentarse. Pero el peligro del que quiero advertir es precisamente la creencia de que para que una afirmación se acepte como científica es necesario lograr más. Esta vía lleva al charlatanismo y peor. Actuar con la creencia de que poseemos el conocimiento y poder que nos permite modelar los procesos de la sociedad enteramente a nuestro gusto, conocimiento que en realidad no poseemos, es probable que nos cause mucho daño. En las ciencias físicas, puede haber pocas objeciones a tratar de la hacer lo imposible; podría incluso sentirse que no tendría que desanimarse al que tiene un exceso de confianza, porque sus experimentos pueden después de todo producir nuevos conocimientos. Pero en el campo social, la creencia errónea de que el ejercicio de algún poder tendría consecuencias beneficiosas es probable que lleve a un nuevo poder a coaccionar a otros hombres si se le confiere alguna autoridad. Incluso si ese poder no fuera en sí mismo malo, su ejercicio es probable que impida el funcionamiento de ese fuerzas del orden espontáneo por las que, sin entenderlas, el hombre está de hecho tan enormemente ayudado en la búsqueda de sus objetivos. Solo estamos empezando a entender lo sutil de un sistema comunicación en cuyo funcionamiento se basa una sociedad industrial avanzada, un sistema de comunicación al que llamamos el mercado y que resulta ser un mecanismo más eficaz para digerir información dispersa que cualquier cosa que haya diseñado deliberadamente el hombre.

Si el hombre no va a hacer más mal que bien en sus esfuerzos por mejorar el orden social, tendremos que aprender que en esto, como todos los demás campos en que prevalece la complejidad esencial de un tipo organizado, no puede adquirir el conocimiento completo de lo que haría posible el control de los acontecimientos. Por tanto tendrá que usar el conocimiento que pueda lograr, no para amoldar los resultados como el artesano de forma a su artesanía, sino más bien para cultivar un crecimiento proporcionando el entorno apropiado, en la forma en que un jardinero hace esto por sus plantas. Hay un peligro en la sensación exuberante de un poder siempre creciente que ha engendrado el avance de las ciencias físicas y que tienta al hombre para intentar “ebrio de éxito”, por usar una expresión característica del primer comunismo, someter no solo nuestro entorno natural, sino también el humano, al control de una voluntad humana. El reconocimiento de los límites insuperables a su conocimiento tendría por tanto que enseñar al estudiante de la sociedad una lección de humildad, que debería protegerle frente a convertirse en cómplice de la lucha fatal de los hombres por controlar la sociedad, una lucha que no solo hace de él un tirano sobre sus iguales, sino que bien puede hacerle el destructor de una civilización que no ha ideado ninguna mente, sino que ha crecido de los esfuerzos libres de millones de individuos.
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[1] “Scientism and the Study of Society”, Economica, vol. IX, nº 35, Agosto de 1942, reimpreso en The Counter-Revolution of Science, Glencoe, Ill., 1952, p. 15 de esta reimpresión.
[2] Warren Weaver, “A Quarter Century in the Natural Sciences”, The Rockefeller Foundation Annual Report 1958, capítulo I, “Science and Complexity”.
[3] Ver mi ensayo “The Theory of Complex Phenomena” en The Critical Approach to Science and Philosophy: Essays in Honor of K.R. Popper, ed. M. Bunge, Nueva York 1964 y reimpreso (con adiciones) en mi Studies in Philosophy, Politics and Economics, Londres y Chicago 1967.
[4] V. Pareto, Manuel d’économie politique, 2ª ed., París 1927, pp. 223-224.
[5] Ver, por ejemplo, Luis Molina, De iustitia et iure, Colonia 1596-1600, tomo II, disp. 347, nº 3 y especialmente Johannes de Lugo, Disputationum de iustitia et iure tomus secundus, Lyon 1642, disp. 26, sec. 4, nº 40.
[6] Ver The Limits to Growth: A Report of the Club of Rome’s Project on the Predicament of Mankind, Nueva York 1972; para un examen sistemático de esto por un economista competente, cf. Wilfred Beckerman, In Defence of Economic Growth, Londres 1974, y para una lista de críticas anteriores de expertos, Gottfried Haberler, Economic Growth and Stability, Los Ángeles 1974, quien llama correctamente a su efecto “devastador”.
[7] He dado algunos ejemplos de estas tendencias en otros campos en mi discurso inaugural como profesor visitante en la Universidad de Salzburgo, Die Irrtümer des Konstruktivismus und die Grundlagen legitimer Kritik gesellschaftlicher Gebilde, Munich 1970, ahora reimpresso para el Walter Eucken Institute, en Freiburg i.Brg. por J.C.B. Mohr, Tubinga 1975.

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Speeches and Presentations

The Pretense of Knowledge




01/26/2018Friedrich A. Hayek

[Friedrich A. Hayek’s Nobel Prize Lecture delivered at the ceremony awarding him the Nobel Prize in economics in Stockholm, Sweden, December 11, 1974. This lecture, along with "A Free-Market Monetary system," can be found here in book form.]
The particular occasion of this lecture, combined with the chief practical problem which economists have to face today, have made the choice of its topic almost inevitable. On the one hand the still recent establishment of the Nobel Memorial Prize in Economic Science marks a significant step in the process by which, in the opinion of the general public, economics has been conceded some of the dignity and prestige of the physical sciences. On the other hand, the economists are at this moment called upon to say how to extricate the free world from the serious threat of accelerating inflation which, it must be admitted, has been brought about by policies which the majority of economists recommended and even urged governments to pursue. We have indeed at the moment little cause for pride: as a profession we have made a mess of things.
It seems to me that this failure of the economists to guide policy more successfully is closely connected with their propensity to imitate as closely as possible the procedures of the brilliantly successful physical sciences — an attempt which in our field may lead to outright error. It is an approach which has come to be described as the "scientistic" attitude — an attitude which, as I defined it some thirty years ago,
is decidedly unscientific in the true sense of the word, since it involves a mechanical and uncritical application of habits of thought to fields different from those in which they have been formed.1
I want today to begin by explaining how some of the gravest errors of recent economic policy are a direct consequence of this scientistic error.
The theory which has been guiding monetary and financial policy during the last thirty years, and which I contend is largely the product of such a mistaken conception of the proper scientific procedure, consists in the assertion that there exists a simple positive correlation between total employment and the size of the aggregate demand for goods and services; it leads to the belief that we can permanently assure full employment by maintaining total money expenditure at an appropriate level. Among the various theories advanced to account for extensive unemployment, this is probably the only one in support of which strong quantitative evidence can be adduced. I nevertheless regard it as fundamentally false, and to act upon it, as we now experience, as very harmful.
This brings me to the crucial issue. Unlike the position that exists in the physical sciences, in economics and other disciplines that deal with essentially complex phenomena, the aspects of the events to be accounted for about which we can get quantitative data are necessarily limited and may not include the important ones. While in the physical sciences it is generally assumed, probably with good reason, that any important factor which determines the observed events will itself be directly observable and measurable, in the study of such complex phenomena as the market, which depend on the actions of many individuals, all the circumstances which will determine the outcome of a process, for reasons which I shall explain later, will hardly ever be fully known or measurable. And while in the physical sciences the investigator will be able to measure what, on the basis of a prima facie theory, he thinks important, in the social sciences often that is treated as important which happens to be accessible to measurement. This is sometimes carried to the point where it is demanded that our theories must be formulated in such terms that they refer only to measurable magnitudes.
It can hardly be denied that such a demand quite arbitrarily limits the facts which are to be admitted as possible causes of the events which occur in the real world. This view, which is often quite naively accepted as required by scientific procedure, has some rather paradoxical consequences. We know, of course, with regard to the market and similar social structures, a great many facts which we cannot measure and on which indeed we have only some very imprecise and general information. And because the effects of these facts in any particular instance cannot be confirmed by quantitative evidence, they are simply disregarded by those sworn to admit only what they regard as scientific evidence: they thereupon happily proceed on the fiction that the factors which they can measure are the only ones that are relevant.
The correlation between aggregate demand and total employment, for instance, may only be approximate, but as it is the only one on which we have quantitative data, it is accepted as the only causal connection that counts. On this standard there may thus well exist better "scientific" evidence for a false theory, which will be accepted because it is more "scientific," than for a valid explanation, which is rejected because there is no sufficient quantitative evidence for it.
Let me illustrate this by a brief sketch of what I regard as the chief actual cause of extensive unemployment — an account which will also explain why such unemployment cannot be lastingly cured by the inflationary policies recommended by the now fashionable theory. This correct explanation appears to me to be the existence of discrepancies between the distribution of demand among the different goods and services and the allocation of labor and other resources among the production of those outputs. We possess a fairly good "qualitative" knowledge of the forces by which a correspondence between demand and supply in the different sectors of the economic system is brought about, of the conditions under which it will be achieved, and of the factors likely to prevent such an adjustment. The separate steps in the account of this process rely on facts of everyday experience, and few who take the trouble to follow the argument will question the validity of the factual assumptions, or the logical correctness of the conclusions drawn from them. We have indeed good reason to believe that unemployment indicates that the structure of relative prices and wages has been distorted (usually by monopolistic or governmental price fixing), and that to restore equality between the demand and the supply of labor in all sectors changes of relative prices and some transfers of labor will be necessary.
But when we are asked for quantitative evidence for the particular structure of prices and wages that would be required in order to assure a smooth continuous sale of the products and services offered, we must admit that we have no such information. We know, in other words, the general conditions in which what we call, somewhat misleadingly, an equilibrium will establish itself; but we never know what the particular prices or wages are which would exist if the market were to bring about such an equilibrium. We can merely say what the conditions are in which we can expect the market to establish prices and wages at which demand will equal supply. But we can never produce statistical information which would show how much the prevailing prices and wages deviate from those which would secure a continuous sale of the current supply of labor. Though this account of the causes of unemployment is an empirical theory — in the sense that it might be proved false, e.g., if, with a constant money supply, a general increase of wages did not lead to unemployment — it is certainly not the kind of theory which we could use to obtain specific numerical predictions concerning the rates of wages, or the distribution of labor, to be expected.
Why should we, however, in economics, have to plead ignorance of the sort of facts on which, in the case of a physical theory, a scientist would certainly be expected to give precise information? It is probably not surprising that those impressed by the example of the physical sciences should find this position very unsatisfactory and should insist on the standards of proof which they find there. The reason for this state of affairs is the fact, to which I have already briefly referred, that the social sciences, like much of biology but unlike most fields of the physical sciences, have to deal with structures of essential complexity, i.e., with structures whose characteristic properties can be exhibited only by models made up of relatively large numbers of variables. Competition, for instance, is a process which will produce certain results only if it proceeds among a fairly large number of acting persons.
In some fields, particularly where problems of a similar kind arise in the physical sciences, the difficulties can be overcome by using, instead of specific information about the individual elements, data about the relative frequency, or the probability, of the occurrence of the various distinctive properties of the elements. But this is true only where we have to deal with what has been called by Dr. Warren Weaver (formerly of the Rockefeller Foundation), with a distinction which ought to be much more widely understood, "phenomena of unorganized complexity," in contrast to those "phenomena of organized complexity" with which we have to deal in the social sciences.2 Organized complexity here means that the character of the structures showing it depends not only on the properties of the individual elements of which they are composed, and the relative frequency with which they occur, but also on the manner in which the individual elements are connected with each other. In the explanation of the working of such structures we can for this reason not replace the information about the individual elements by statistical information, but require full information about each element if from our theory we are to derive specific predictions about individual events. Without such specific information about the individual elements we shall be confined to what on another occasion I have called mere pattern predictions — predictions of some of the general attributes of the structures that will form themselves, but not containing specific statements about the individual elements of which the structures will be made up.3
This is particularly true of our theories accounting for the determination of the systems of relative prices and wages that will form themselves on a well-functioning market. Into the determination of these prices and wages there will enter the effects of particular information possessed by every one of the participants in the market process — a sum of facts which in their totality cannot be known to the scientific observer, or to any other single brain. It is indeed the source of the superiority of the market order, and the reason why, when it is not suppressed by the powers of government, it regularly displaces other types of order, that in the resulting allocation of resources more of the knowledge of particular facts will be utilized which exists only dispersed among uncounted persons, than any one person can possess. But because we, the observing scientists, can thus never know all the determinants of such an order, and in consequence also cannot know at which particular structure of prices and wages demand would everywhere equal supply, we also cannot measure the deviations from that order; nor can we statistically test our theory that it is the deviations from that "equilibrium" system of prices and wages which make it impossible to sell some of the products and services at the prices at which they are offered.
Before I continue with my immediate concern, the effects of all this on the employment policies currently pursued, allow me to define more specifically the inherent limitations of our numerical knowledge which are so often overlooked. I want to do this to avoid giving the impression that I generally reject the mathematical method in economics. I regard it in fact as the great advantage of the mathematical technique that it allows us to describe, by means of algebraic equations, the general character of a pattern even where we are ignorant of the numerical values which will determine its particular manifestation. We could scarcely have achieved that comprehensive picture of the mutual interdependencies of the different events in a market without this algebraic technique. It has led to the illusion, however, that we can use this technique for the determination and prediction of the numerical values of those magnitudes; and this has led to a vain search for quantitative or numerical constants. This happened in spite of the fact that the modern founders of mathematical economics had no such illusions. It is true that their systems of equations describing the pattern of a market equilibrium are so framed that if we were able to fill in all the blanks of the abstract formulae, i.e., if we knew all the parameters of these equations, we could calculate the prices and quantities of all commodities and services sold. But, as Vilfredo Pareto, one of the founders of this theory, clearly stated, its purpose cannot be "to arrive at a numerical calculation of prices," because, as he said, it would be "absurd" to assume that we could ascertain all the data.4 Indeed, the chief point was already seen by those remarkable anticipators of modern economics, the Spanish schoolmen of the 16th century, who emphasized that what they called pretium mathematicum, the mathematical price, depended on so many particular circumstances that it could never be known to man but was known only to God.5 I sometimes wish that our mathematical economists would take this to heart. I must confess that I still doubt whether their search for measurable magnitudes has made significant contributions to our theoreticalunderstanding of economic phenomena — as distinct from their value as a description of particular situations. Nor am I prepared to accept the excuse that this branch of research is still very young: Sir William Petty, the founder of econometrics, was after all a somewhat senior colleague of Sir Isaac Newton in the Royal Society!
There may be few instances in which the superstition that only measurable magnitudes can be important has done positive harm in the economic field: but the present inflation and employment problems are a very serious one. Its effect has been that what is probably the true cause of extensive unemployment has been disregarded by the scientistically minded majority of economists, because its operation could not be confirmed by directly observable relations between measurable magnitudes, and that an almost exclusive concentration on quantitatively measurable surface phenomena has produced a policy which has made matters worse.
It has, of course, to be readily admitted that the kind of theory which I regard as the true explanation of unemployment is a theory of somewhat limited content because it allows us to make only very general predictions of the kind of events which we must expect in a given situation. But the effects on policy of the more ambitious constructions have not been very fortunate and I confess that I prefer true but imperfect knowledge, even if it leaves much indetermined and unpredictable, to a pretense of exact knowledge that is likely to be false. The credit which the apparent conformity with recognized scientific standards can gain for seemingly simple but false theories may, as the present instance shows, have grave consequences.
In fact, in the case discussed, the very measures which the dominant "macroeconomic" theory has recommended as a remedy for unemployment — namely, the increase of aggregate demand — have become a cause of a very extensive misallocation of resources which is likely to make later large-scale unemployment inevitable. The continuous injection of additional amounts of money at points of the economic system where it creates a temporary demand which must cease when the increase of the quantity of money stops or slows down, together with the expectation of a continuing rise of prices, draws labor and other resources into which can last only so long as the increase of the quantity of money continues at the same rate — or perhaps even only so long as it continues to accelerate at a given rate. What this policy has produced is not so much a level of employment that could not have been brought about in other ways, as a distribution of employment which cannot be indefinitely maintained and which after some time can be maintained only by a rate of inflation which would rapidly lead to a disorganization of all economic activity. The fact is that by a mistaken theoretical view we have been led into a precarious position in which we cannot prevent substantial unemployment from reappearing; not because, as this view is sometimes misrepresented, this unemployment is deliberately brought about as a means to combat inflation, but because it is now bound to occur as a deeply regrettable but inescapable consequence of the mistaken policies of the past as soon as inflation ceases to accelerate.
I must, however, now leave these problems of immediate practical importance which I have introduced chiefly as an illustration of the momentous consequences that may follow from errors concerning abstract problems of the philosophy of science. There is as much reason to be apprehensive about the long-run dangers created in a much wider field by the uncritical acceptance of assertions which have the appearance of being scientific as there is with regard to the problems I have just discussed. What I mainly wanted to bring out by the topical illustration is that certainly in my field, but I believe also generally in the sciences of man, what looks superficially like the most scientific procedure is often the most unscientific, and, beyond this, that in these fields there are definite limits to what we can expect science to achieve. This means that to entrust to science — or to deliberate control according to scientific principles — more than scientific method can achieve may have deplorable effects. The progress of the natural sciences in modern times has of course so much exceeded all expectations that any suggestion that there may be some limits to it is bound to arouse suspicion. Especially all those will resist such an insight who have hoped that our increasing power of prediction and control, generally regarded as the characteristic result of scientific advance, applied to the processes of society, would soon enable us to mould society entirely to our liking. It is indeed true that, in contrast to the exhilaration which the discoveries of the physical sciences tend to produce, the insights which we gain from the study of society more often have a dampening effect on our aspirations; and it is perhaps not surprising that the more impetuous younger members of our profession are not always prepared to accept this. Yet the confidence in the unlimited power of science is only too often based on a false belief that the scientific method consists in the application of a ready-made technique, or in imitating the form rather than the substance of scientific procedure, as if one needed only to follow some cooking recipes to solve all social problems. It sometimes almost seems as if the techniques of science were more easily learned than the thinking that shows us what the problems are and how to approach them.
The conflict between what in its present mood the public expects science to achieve in satisfaction of popular hopes and what is really in its power is a serious matter because, even if the true scientists should all recognize the limitations of what they can do in the field of human affairs, so long as the public expects more there will always be some who will pretend, and perhaps honestly believe, that they can do more to meet popular demands than is really in their power. It is often difficult enough for the expert, and certainly in many instances impossible for the layman, to distinguish between legitimate and illegitimate claims advanced in the name of science. The enormous publicity recently given by the media to a report pronouncing in the name of science on The Limits to Growth, and the silence of the same media about the devastating criticism this report has received from the competent experts,6 must make one feel somewhat apprehensive about the use to which the prestige of science can be put. But it is by no means only in the field of economics that far-reaching claims are made on behalf of a more scientific direction of all human activities and the desirability of replacing spontaneous processes by "conscious human control." If I am not mistaken, psychology, psychiatry, and some branches of sociology, not to speak about the so-called philosophy of history, are even more affected by what I have called the scientistic prejudice, and by specious claims of what science can achieve.7
If we are to safeguard the reputation of science, and to prevent the arrogation of knowledge based on a superficial similarity of procedure with that of the physical sciences, much effort will have to be directed toward debunking such arrogations, some of which have by now become the vested interests of established university departments. We cannot be grateful enough to such modern philosophers of science as Sir Karl Popper for giving us a test by which we can distinguish between what we may accept as scientific and what not — a test which I am sure some doctrines now widely accepted as scientific would not pass. There are some special problems, however, in connection with those essentially complex phenomena of which social structures are so important an instance, which make me wish to restate in conclusion in more general terms the reasons why in these fields not only are there only absolute obstacles to the prediction of specific events, but why to act as if we possessed scientific knowledge enabling us to transcend them may itself become a serious obstacle to the advance of the human intellect.
The chief point we must remember is that the great and rapid advance of the physical sciences took place in fields where it proved that explanation and prediction could be based on laws which accounted for the observed phenomena as functions of comparatively few variables — either particular facts or relative frequencies of events. This may even be the ultimate reason why we single out these realms as "physical" in contrast to those more highly organized structures which I have here called essentially complex phenomena. There is no reason why the position must be the same in the latter as in the former fields. The difficulties which we encounter in the latter are not, as one might at first suspect, difficulties about formulating theories for the explanation of the observed events — although they cause also special difficulties about testing proposed explanations and therefore about eliminating bad theories. They are due to the chief problem which arises when we apply our theories to any particular situation in the real world.
A theory of essentially complex phenomena must refer to a large number of particular facts; and to derive a prediction from it, or to test it, we have to ascertain all these particular facts. Once we succeeded in this there should be no particular difficulty about deriving testable predictions — with the help of modern computers it should be easy enough to insert these data into the appropriate blanks of the theoretical formulae and to derive a prediction. The real difficulty, to the solution of which science has little to contribute, and which is sometimes indeed insoluble, consists in the ascertainment of the particular facts.
A simple example will show the nature of this difficulty. Consider some ball game played by a few people of approximately equal skill. If we knew a few particular facts in addition to our general knowledge of the ability of the individual players, such as their state of attention, their perceptions and the state of their hearts, lungs, muscles, etc. at each moment of the game, we could probably predict the outcome. Indeed, if we were familiar both with the game and the teams we should probably have a fairly shrewd idea on what the outcome will depend. But we shall of course not be able to ascertain those facts and in consequence the result of the game will be outside the range of the scientifically predictable, however well we may know what effects particular events would have on the result of the game. This does not mean that we can make no predictions at all about the course of such a game. If we know the rules of the different games we shall, in watching one, very soon know which game is being played and what kinds of actions we can expect and what kind not. But our capacity to predict will be confined to such general characteristics of the events to be expected and not include the capacity of predicting particular individual events.
This corresponds to what I have called earlier the mere pattern predictions to which we are increasingly confined as we penetrate from the realm in which relatively simple laws prevail into the range of phenomena where organized complexity rules. As we advance, we find more and more frequently that we can in fact ascertain only some but not all the particular circumstances which determine the outcome of a given process; and in consequence we are able to predict only some but not all the properties of the result we have to expect. Often all that we shall be able to predict will be some abstract characteristic of the pattern that will appear — relations between kinds of elements about which individually we know very little. Yet, as I am anxious to repeat, we will still achieve predictions which can be falsified and which therefore are of empirical significance.
Of course, compared with the precise predictions we have learned to expect in the physical sciences, this sort of mere pattern predictions is a second best with which one does not like to have to be content. Yet the danger of which I want to warn is precisely the belief that in order to have a claim to be accepted as scientific it is necessary to achieve more. This way lies charlatanism and worse. To act on the belief that we possess the knowledge and the power which enable us to shape the processes of society entirely to our liking, knowledge which in fact we do not possess, is likely to make us do much harm. In the physical sciences there may be little objection to trying to do the impossible; one might even feel that one ought not to discourage the overconfident because their experiments may after all produce some new insights. But in the social field, the erroneous belief that the exercise of some power would have beneficial consequences is likely to lead to a new power to coerce other men being conferred on some authority. Even if such power is not in itself bad, its exercise is likely to impede the functioning of those spontaneous-ordering forces by which, without understanding them, man is in fact so largely assisted in the pursuit of his aims. We are only beginning to understand on how subtle a communication system the functioning of an advanced industrial society is based — a communications system which we call the market and which turns out to be a more efficient mechanism for digesting dispersed information than any that man has deliberately designed.
If man is not to do more harm than good in his efforts to improve the social order, he will have to learn that in this, as in all other fields where essential complexity of an organized kind prevails, he cannot acquire the full knowledge which would make mastery of the events possible. He will therefore have to use what knowledge he can achieve, not to shape the results as the craftsman shapes his handiwork, but rather to cultivate a growth by providing the appropriate environment, in the manner in which the gardener does this for his plants. There is danger in the exuberant feeling of ever-growing power which the advance of the physical sciences has engendered and which tempts man to try, "dizzy with success," to use a characteristic phrase of early communism, to subject not only our natural but also our human environment to the control of a human will. The recognition of the insuperable limits to his knowledge ought indeed to teach the student of society a lesson of humility which should guard him against becoming an accomplice in men's fatal striving to control society — a striving which makes him not only a tyrant over his fellows, but which may well make him the destroyer of a civilization which no brain has designed but which has grown from the free efforts of millions of individuals.
The Nobel Foundation 1974. Reproduced with permission.
  • 1. "Scientism and the Study of Society," Economica 9, no. 35 (August 1942); reprinted in The Counter-Revolution of Science (Glencoe, Ill.: 1952), p. 15.
  • 2. Warren Weaver, "A Quarter Century in the Natural Sciences," The Rockefeller Foundation Annual Report 1958, chapter I, "Science and Complexity."
  • 3. See my essay "The Theory of Complex Phenomena" in The Critical Approach to Science and Philosophy: Essays in Honor of K.R. Popper, ed. M. Bunge (New York, 1964), and reprinted (with additions) in my Studies in Philosophy, Politics and Economics (London and Chicago, 1967).
  • 4. V. Pareto, Manuel d'économie politique, 2nd. ed. (Paris, 1927), pp. 223–24.
  • 5. See, e.g., Luis Molina, De iustitia et iure (Cologne, 1596–1600), tom. II, disp. 347, no. 3, and particularly Johannes de Lugo, Disputationum de iustitia et iure tomus secundus (Lyon, 1642), disp. 26, sect. 4, no. 40.
  • 6. See The Limits to Growth: A Report of the Club of Rome's Project on the Predicament of Mankind (New York, 1972); for a systematic examination of this by a competent economist, cf. Wilfred Beckerman, In Defence of Economic Growth (London, 1974), and, for a list of earlier criticisms by experts, Gottfried Haberler, Economic Growth and Stability (Los Angeles, 1974), who rightly calls their effect "devastating."
  • 7. I have given some illustrations of these tendencies in other fields in my inaugural lecture as Visiting Professor at the University of Salzburg, Die Irrtümer des Konstruktivismus und die Grundlagen legitimer Kritik gesellschaftlicher Gebilde (Munich, 1970), now reissued for the Walter Eucken Institute, at Freiburg i.Brg. by J.C.B. Mohr (Tübingen, 1975)



Publicado el 5 de diciembre de 2008. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.


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