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El presente ensayo presenta un bosquejo de la evolución de las ideas económicas —académicas y socialistas— sobre las crisis y el sistema que las genera.
Se discuten diversas explicaciones de por qué la economía capitalista tiende a oscilar entre periodos de expansión y periodos de crisis y se comentan diversas teorías sobre qué variables son más importantes como determinantes del estado de expansión o recesión de la economía, prestando especial atención a las ideas de la escuela keynesiana y de Marx.
I. La fábula de la cisterna
Los capitalistas y sus gerentes dijeron a la gente que habría que pagar dos peniques por cada cubo de agua que se sacara de la cisterna, y ellos, los capitalistas, pagarían un penique por cada cubo de agua que se echara a ella. Ese penique se llamaría salario, dijeron, y la diferencia de un penique entre el salario por traer al Mercado un cubo de agua y el precio por sacar esa misma agua del Mercado será nuestra ganancia o beneficio y, si no fuera por esa ganancia, el Mercado no existiría, y todos perecerían de sed.
La gente, que era torpe y tenía sed aceptó el arreglo. Y eran muchos y traían a la cisterna más agua de la que consumían ellos mismos, pues por cada litro que recibían tenían que pagar el doble de lo que recibían por cada litro que aportaban. Los capitalistas, que eran pocos, consumían mucha agua, pero el agua cada vez llenaba más y más la cisterna. Y llegose así una situación en la que la cisterna estaba tan llena que desbordaba y los capitalistas dijeron que el Mercado estaba saturado y ordenaron que no se siguiera trayendo agua y que todos se sentaran y se estuvieran quietos hasta que el Mercado se vaciara. Pero como los trabajadores no trabajaban, no recibían sus salarios y no podían pagar el agua a los capitalistas, así que estos no recibían su ganancia. Y por falta de ganancia no había salario y por falta de salario no había ganancia. Y todos estaban disconformes y cada vez había más gente sedienta. Y entonces los capitalistas mandaron a vocear en los caminos que había agua disponible en el Mercado, pero nadie venía, y quienes venían decían que lo que querían eran salarios para poder comprar el agua. Pero los capitalistas no querían contratar a nadie porque ya había demasiada agua en el Mercado.
Se dijo entonces que había una crisis y cuando se preguntó a los nigromantes, a los que también se llamaba economistas, cuál era la razón de que esa crisis ocurriera, unos dijeron que era debida a la superproducción, otros dijeron que se trataba de “una recesión” y hubo quienes farfullaron incluso que era “una depresión”, pero solo “coyuntural”, y que se debía a los cambios en las manchas solares. Y cuando los nigromantes fueron a contarle esas historias al pueblo, la gente les miró con incredulidad y les increpó, preguntándoles cómo podía ser que la miseria y la penuria vinieran de la abundancia. Y los nigromantes volvieron a sus patronos, los capitalistas y les dijeron que uno de los misterios de su oficio es que los que les oyen les dejan de creer cuando tienen sed. Y los capitalistas contrataron entonces a ancianos venerables, que eran realmente falsos profetas, que dijeron que la crisis era un castigo de Dios para enseñar humildad a los hombres. Y la gente sedienta se rebeló y hubo tumultos para apoderarse del agua, pero los capitalistas habían contratado militares y policías a los que pagaban generosamente, y quienes protestaban eran apaleados o enviados a la cárcel.
Mientras tanto los capitalistas habían construido fuentes y piscinas y habían derrochado el agua. Y así, llegó un momento en que el Mercado se vació y volvió a aceptar agua. Se dijo entonces que había acabado la crisis y los capitalistas volvieron a contratar y hubo otra vez agua para todos. Pero pasaron pocos años, y como el salario de un penique producía lo que se vendía a dos peniques, volvió a llegar el punto en el que el Mercado estaba abarrotado y hubo otra crisis. Así ocurrió una y otra vez. Y vinieron entonces individuos a los que los capitalistas y sus lacayos llamaban agitadores, que dijeron que la causa de la crisis era que quienes producían solo recibían un penique por lo que luego se vendía a dos peniques y que así siempre tendría que haber crisis recurrentes en las que la cisterna estuviera repleta mientras la gente se moría de sed. Y los agitadores dijeron también que todo eso no pasaría si no hubiera capitalistas.
Así era más o menos una fábula que leí cuando era un adolescente y que me impresionó mucho. Como las películas de Hollywood, tenía un final feliz que no contaré aquí. La fábula se titulaba El mercado, y su autor, Edward Bellamy, estadounidense, vivió durante la segunda mitad del siglo XIX, falleciendo en 1898, a la edad de 48 años. Fue al parecer un periodista y escritor popular conocido por sus ideas socialistas. Lo interesante es que en la versión de El mercado que yo leí consta como traductor Enrique Barón, quien —a no ser que se trate de una extraña coincidencia de nombres—, es hoy diputado en el parlamento europeo por el grupo socialista. Grupo que, por supuesto, no parece albergar actualmente ninguna intención de suprimir ni el mercado ni los capitalistas.
II. Las ideas de Marx sobre cómo funciona el capitalismo
Desde que en el siglo XIX comenzaron a adquirir un perfil más o menos claramente definido las ideas que en el siglo XX se llamaron a veces socialdemócratas, a veces socialistas, a veces comunistas, un componente básico de las mismas fueron las nociones sobre el funcionamiento de la economía capitalista. Muchas de las organizaciones y partidos políticos que se formaron en la segunda mitad del siglo XIX y que adoptaron la denominación de socialdemócratas o socialistas aceptaron de forma más o menos laxa las ideas económicas de Carlos Marx y Federico Engels, que en 1848 habían publicado el famoso Manifiesto del Partido Comunista. Durante toda su vida Marx fue un investigador activo de los problemas económicos y sociales a la vez que participaba en la labor política de las asociaciones de trabajadores de las que a menudo formó parte. En obras como Miseria de la filosofía (1847), que era básicamente una crítica a las ideas del libro Filosofía de la Miseria de Pierre-Joseph Proudhon, y en folletos como Trabajo asalariado y capital (1849) y Salario, precio y ganancia (1865), Marx ya expuso los aspectos principales de sus concepciones económicas, algunas de las cuales presentó mucho más en detalle en forma de libro en 1858, en su Contribución a la crítica de la economía política. Nueve años después, e n 1867, se publicó el primer tomo de El Capital, que Marx presentó como una versión más acabada y mucho más desarrollada de las ideas bosquejadas en la Contribución. Aunque Marx prometió que ese primer tomo de El Capital tendría continuación, ya que era solo el primero de varios volúmenes, a su muerte en 1883 no había publicado nada más sobre temas económicos, salvo artículos periodísticos y un capítulo (un bosquejo de historia del pensamiento económico) del Anti-Dühring, el libro que Federico Engels escribió contra Eugen Dühring y que apareció en 1878. Parece ser que, ya viejo y con mala salud, Marx le dijo a su hija que si moría le diera a su amigo Federico sus papeles sobre temas económicos, que él “haría algo con ellos”. De hecho, lo que Federico Engels hizo fue publicar los tomos II y III de El capital a partir del caos de fragmentos incompletos que Marx había dejado. Mucho más tarde se publicaron las voluminosas Teorías sobre la plusvalía, que pueden considerarse el tomo IV de El Capital . En 1939 se publicó en Moscú u n largo manuscrito de Marx hasta entonces inédito, titulado Grundrisse der Kritik der Politischen Ökonomie, que se tradujo a nuestro idioma como Fundamentos de la crítica de la economía política y como Líneas fundamentales de la crítica de la economía política (aunque, al parecer, Grundrisse significa “bosquejo” o “borrador” más que “fundamentos”).
A pesar de su estado fragmentario y su publicación incompleta y a menudo mediada por la interpretación de Engels, que no siempre ha sido considerada acertada, la obra económica de Marx fue vista por algunos economistas del siglo XX como Joseph Schumpeter, Wesley Mitchell, Joan Robinson o Nicholas Georgescu-Roegen como una contribución clave a la economía moderna. Pero en esto esos economistas eran atípicos. Una mayoría abrumadora de los economistas académicos siguieron la tradición de Francis Edgeworth y otros y descalificaron las ideas de Marx como extremistas y panfletarias, además de proclamar que su teoría no era científica por contener importantes incoherencias.
Si hubiera que resumir en pocas palabras las ideas básicas de Marx sobre cómo funciona el capitalismo, quizá podría decirse que, ante todo, Marx crítica como fundamentalmente falsa la visión de Adam Smith y David Ricardo —que es también la de la economía académica moderna— en la que los mercados tienden a equilibrarse de forma que la oferta y la demanda se igualan, todo lo que se produce se vende, quienes quieren trabajar, trabajan, y la sociedad ve satisfechas sus necesidades de forma cada vez más perfecta, mediante un sistema en el que cada persona busca su propio interés. Para Marx, en el sistema capitalista la relación económica principal es la del trabajo asalariado que enfrenta en el mercado laboral a quienes han de vender su fuerza de trabajo y a quienes, adquiriendo dicha fuerza y usándola en procesos productivos, expanden su capital. Esa relación económica implica la explotación del trabajo asalariado, ya que el salario que reciben en conjunto los trabajadores es menor que el valor producido por el trabajo correspondiente. De esa diferencia nace la ganancia empresarial y de esa relación trabajo-capital depende que el interés de los asalariados y los poseedores de capital sea contrapuesto, ya que a mayor salario menor es la ganancia. Igualmente para Marx la dinámica creada por el trabajo asalariado y por la competencia entre empresas capitalistas para aumentar sus cuotas de mercado y su ganancia hace que el capital y la riqueza tiendan a acumularse cada vez más, y que sean cada vez más los asalariados, que dependen para subsistir de la venta de su fuerza de trabajo. Marx también enfatizó que las crisis económicas, los periodos en los que hay exceso de oferta en los mercados, quiebras de empresas y desempleo generalizado son consustanciales al capitalismo y funcionales para su desenvolvimiento y solo mediante la superación de dicho sistema será posible acabar con esas crisis.
III. Del surgimiento del “marxismo” al hundimiento de la Segunda Internacional
Tras la muerte de Marx, en 1883, su amigo y popularizador Federico Engels se convirtió en la autoridad intelectual indiscutida de los partidos de la Segunda Internacional. Y ya antes de que Engels muriera en 1895 esos partidos, generalmente denominados socialdemócratas o socialistas, habían realizado grandes avances no solo en Europa, sino también en muchos países de América, incluso en EEUU. La denominación “marxista” había sido denostada por Marx, que ya viejo, asqueado de las ideas que defendían algunos de los que se autodenominaban marxistas, confesó no serlo él mismo. Pero tras su muerte el sustantivo “marxismo” y el adjetivo “marxista” fueron finalmente aceptados como términos no peyorativos por Engels y por los miembros y simpatizantes de los partidos de la Segunda Internacional. De esta eran miembros prominentes en la primera década del siglo pasado por ejemplo Eduard Bernstein, Wilhelm Liebknecht y su hijo Karl, Rosa Luxemburg, Karl Kautsky, Vladimir Ilich Ulianov (alias Lenin), Anton Pannekoek y Benito Mussolini.
El partido más fuerte y poderoso de la Segunda Internacional era el Sozialdemokratische Partei Deutschlands, SPD, partido socialdemócrata alemán, que entre 1878 y 1890 había estado proscrito. Cuando la prohibición fue levantada, el SPD pudo presentarse a las elecciones y pronto ganó una sustancial base de masas y creciente presencia institucional. En los años previos a la Primera Guerra Mundial el partido siguió siendo ideológicamente radical, pero muchos dirigentes del partido tendían a ser moderados en la política diaria. Fue en el SPD donde tuvo lugar en la primera década del siglo XX la controversia sobre “reforma o revolución”, que enfrentó fundamentalmente a Eduard Bernstein con Rosa Luxemburg.
En cierta forma, la controversia puede considerarse originada en el volumen II de El Capital que había aparecido, editado por Engels, en 1885 y en el que se publicaron los esquemas de reproducción en los que Marx establece las condiciones en las que el sistema podría mantenerse y expandirse establemente, de tal forma que el valor de lo producido fuera equivalente al valor de lo demandado en el mercado. Para unos, esos esquemas solamente representaban un marco teórico que excluye la idea de que en el capitalismo haya una falta permanente de poder adquisitivo para comprar lo que se produce, pero no excluyen de ninguna forma la posibilidad y la necesidad de que se produzcan crisis. En cambio para Tugan-Baranovsky y otros, esos esquemas indicaban que Marx había concluido que el capitalismo es estable y que no tiene por qué haber crisis. Teóricos de la socialdemocracia alemana o austriaca como Hilferding, Kautsky y Otto Bauer argüían así que no solo no había tendencia a la crisis, sino que si había algún proceso desestabilizador del sistema ecnómico, el sistema mismo tendería a recuperar el equilibrio.
En su folleto Reforma o revolución Rosa Luxemburgo explicó que hasta entonces la teoría socialista había siempre afirmado que el punto de partida para la transformación hacia el socialismo sería una crisis general catastrófica. Decía que en esa concepción la idea fundamental era que el fundamento científico del socialismo reside en que el desarrollo capitalista lleva a tres consecuencias: (1) a la anarquía creciente de la economía (2) a la socialización progresiva del proceso de producción, que crea los gérmenes del futuro orden social; y (3) a la creciente organización y conciencia de los asalariados, que constituye el factor activo en la revolución que se avecina. Pero Bernstein, decía Rosa Luxemburg, desecha el primero de esos tres resultados, rechazando la idea de que el capitalismo desemboca en un colapso económico general. Pero entonces, se preguntaba Luxemburg, ¿cómo y por qué habría de alcanzarse el objetivo final del socialismo? "Según el socialismo científico, la necesidad histórica de la revolución socialista se revela sobre todo en la anarquía creciente del capitalismo, que provoca el impasse del sistema. Pero si uno concuerda con Bernstein en que el desarrollo capitalista no se dirige hacia su propia ruina, entonces el socialismo deja de ser una necesidad objetiva".
Si lo anterior se refería a la teoría, en cuanto a aspectos prácticos Bernstein afirmaba que, dado que el capitalismo estaba estabilizado y que el socialismo no estaba a la orden del día, la tarea fundamental era luchar por reformas y por aumentar el apoyo electoral del partido. Rosa Luxemburg sostenía en cambio que, aunque la lucha por reformas económicas o políticas que beneficiaran directamente a la clase obrera era obviamente un componente fundamental de la actividad del partido, la crítica del capitalismo y la lucha por el socialismo, que antes o después habría de plantearse como consecuencia de la crisis a la que estaba abocado el sistema económico, habían de ser el objetivo principal y el punto focal de la propaganda partidista al que habían de subordinarse las demás actividades.
Las propuestas de Luxemburg y quienes la apoyaron con más o menos entusiasmo en la polémica contra Bernstein, como Kautsky y Parvus, parecieron salir mejor paradas de la controversia en el partido, pero pocos años después, cuando comenzó la guerra mundial, estuvo claro que, aunque ahora sí se daban condiciones revolucionarias, la gran mayoría de los líderes del partido no pretendían de ninguna forma una revolución: todo lo contrario, muchos de ellos se opusieron activamente a la misma.
En las dos décadas previas a lo que luego se llamó la Gran Guerra los partidos y los sindicatos obreros vinculados a la Segunda Internacional proclamaban su intención de abolir el capitalismo e impulsar la solidaridad internacional de los trabajadores. Incluso, cuando ya cerca de 1914 las tensiones internacionales se agudizaron al punto de amenazar una guerra generalizada en Europa, la Internacional aprobó resoluciones en las que afirmaba que frente a una declaración de guerra llamaría a la huelga general y proclamaría la hermandad internacional del proletariado. Pero eran solo palabras. La guerra estalló y, prácticamente sin excepción, cada organización socialdemócrata apoyó al gobierno de su país y los partidos y sindicatos obreros se hicieron así cómplices directos de la carnicería que entre 1914 y 1918 asoló Europa, Oriente Medio y partes de África. Aunque fracciones minoritarias de los partidos socialdemócratas (de las que eran miembros destacados Lenin, Luxemburg, Liebknecht y Pannekoek) se separaron para oponerse activamente a la guerra, la Segunda Internacional se disolvió deshonrosamente en 1914, poco después del comienzo de las hostilidades. Mucho más deshonrosa, si cabe, fue la participación de los antiguos líderes socialdemócratas alemanes, como Gustav Noske y Friedrich Ebert, en la represión de la revolución alemana que en 1918 fue factor clave para que la guerra llegara a su fin. El partido socialdemócrata, directamente vinculado a la tradición de Marx y Engels y otrora defensor del socialismo, de la solidaridad de los trabajadores y de la revolución, se había convertido así no solo en sostenedor del capitalismo militarista, sino en gestor directo de su maquinaria militar y estatal. La complicidad socialdemócrata con el imperialismo alemán durante la guerra y luego en la represión de la revolución alemana y en las muertes de Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht y otros muchos revolucionarios liquidados por el militarismo alemán fueron factores clave en el surgimiento de los partidos comunistas y de la Tercera Internacional en la década de 1920.
IV. Las ideas económicas de Marx y la socialdemocracia
Decir que en las primeras décadas del siglo XX las ideas económicas de Marx habían sido olvidadas sería absurdo, porque realmente nunca habían entrado al patrimonio de las organizaciones socialdemócratas y sindicatos obreros. Las ideas económicas predominantes en las organizaciones vinculadas a la Segunda Internacional eran las de un vago reformismo que criticaba los excesos del capitalismo y que defendía el derecho de los trabajadores a un “salario justo”. La parábola de El mercado de Edward Bellamy probablemente da una buena idea de las ideas económicas predominantes entre quienes se decían marxistas a finales del siglo XIX o principios del XX. Mientras que en la fábula de Edward Bellamy los trabajadores reciben medio cubo de agua por cada cubo que producen y la fábula sugiere abiertamente que hay intercambio desigual entre trabajadores y capitalistas, en la teoría de Marx el valor de los salarios representa el valor de lo necesario para reproducir la fuerza de trabajo y, en ese sentido, los salarios representan un precio más, regulado por su valor, y la explotación de los trabajadores no está basada en el intercambio desigual, sino en la especial característica de la fuerza de trabajo, única mercancía capaz de producir valor a la vez que se consume. Por otra parte, del intercambio desigual de mercancías implícito en la fabula de Bellamy se deducen claramente crisis de superproducción en las que los mercados están abarrotados por falta de capacidad de compra de los consumidores, es decir, de los trabajadores. Dicho de otro modo, si la principal relación de intercambio es la de la fábula de la cisterna, es decir, que los trabajadores reciben un penique por el trabajo que produce lo que luego se vende por dos peniques, es evidente que, tarde o temprano, la capacidad adquisitiva de quienes reciben salarios no será suficiente para comprar el producto total, y habrá entonces una crisis de superproducción. Pero decir superproducción es lo mismo que decir falta de consumo o “subconsumo”. Si, por ejemplo, los trabajadores recibieran como salario 50% más, es decir, penique y medio en vez de un penique, y el precio de lo producido por ese trabajo siguiera siendo dos peniques, la brecha de subconsumo —o de superproducción, una cosa es el espejo de la otra— se reduciría. Cuanto “más justo” sea el salario, cuanto más se acerque al precio de lo que ese salario contribuye a producir, más difícil será que haya crisis de superproducción. Y además, ante una situación de crisis, subir los salarios a los trabadores generará más capacidad de consumo y tenderá así a estimular la economía y a favorecer la recuperación económica tras una crisis. Todo esto obvia un aspecto fundamental de la economía capitalista, la inversión, que equivale en la jerga de la economía estándar a la acumulación del capital en la jerga de Marx.
V. La teoría subconsumista
Rosa Luxemburgo creyó que en El Capital Marx había ignorado elementos importantes de falta de demanda o de desequilibrio en el desarrollo de los distintos sectores de la economía capitalista. Así en su libro La acumulación del capital, publicado en 1913, defendió la idea de que para el capitalismo es fundamental la demanda de artículos de consumo procedente de los países y regiones atrasados del mundo no capitalista. Varios años antes en sus lecciones de economía dictadas en la escuela del partido socialdemócrata (en castellano esas lecciones, excelentes e interesantísimas, están publicadas con el título de Introducción a la economía política) Luxemburg había defendido bastante claramente ideas subconsumistas. Las ideas sobre la necesidad de mercados en regiones atrasadas para los productos producidos en economías capitalistas avanzadas fueron rechazadas por incorrectas por diversos teóricos socialistas destacados (Pannekoek, Lenin, Bukharin, etc.) de la época, pero es de suponer que tendrían cierta penetración en los círculos socialistas de la época. De hecho, es evidente que varias décadas después influyeron sobre otra autora destacada, la inglesa Joan Robinson, probablemente la economista más importante del siglo XX, una de cuyas obras, La acumulación del capital, lleva un título idéntico al libro de Rosa Luxemburg.
Es probable que Gran Bretaña fuera el país en el que las ideas subconsumistas alcanzaron mayor desarrollo, ya que a finales del siglo XIX y comienzos del XX fueron elaboradas y popularizadas por autores como Major Douglas y John Hobson. Esas ideas subconsumistas se remontaban a Malthus y Sismondi, pero en general habían sido denostadas por los economistas académicos, que aceptaban la idea básica del equilibrio de los mercados, elevada a la categoría de principio por los fundadores de la “ciencia económica”, Adam Smith y David Ricardo. Pero fue otro inglés, John Maynard Keynes, quien volvió a traer el subconsumismo a la ortodoxia económica cuando hizo suya la teoría subconsumista en su Teoría general del empleo, el tipo de interés y el dinero, escrita y publicada en medio de la Gran Depresión de los años treinta.
Las ideas de Lord Keynes habían sido anticipadas en los años previos a la segunda guerra mundial por un economista polaco, Michal Kalecky, y tras la guerra y la muerte de Keynes en 1946 la escuela keynesiana se prolongó en la obra de Kalecki y otros economistas como Joan Robinson, Abba Lerner, Hyman Minsky y John Kenneth Galbraith, a menudo denominados poskeynesianos. Otros economistas como Paul Krugman, Joseph Stiglitz o Larry Summers podrían también ser considerados keynesianos, aunque estos prestan menos atención a la “ortodoxia” keynesiana y, por otra parte, aunque a menudo son agrupados bajo el calificativo de neokeynesianos, tienen entre sí serias discrepancias y son neoclásicos en todo lo fundamental. Su keynesianismo pasa sobre todo por aceptar que hay algunas rigideces de precios e imperfecciones en los mercados debidas a asimetrías de información o problemas de principal/agente.
Idea básica de la escuela keynesiana es que la economía capitalista tiende al estancamiento, a la falta de crecimiento, lo que produce desempleo estructural. El desempleo generalizado, la desocupación crónica, se convierte así en problema clave del capitalismo. Problema que, por otra parte, puede resolverse mediante una política económica adecuada. Igualmente importante es el énfasis en la tendencia del capitalismo a producir especulación, que desemboca a su vez en crisis en los mercados financieros (donde solo se maneja dinero y “cosas” que representan dinero). Esas crisis generarían a su vez enormes problemas en la economía real (es decir, en la producción de bienes y servicios), a saber, quiebras empresariales y despidos masivos de trabajadores que quedan desempleados. El estadounidense Hyman Minsky puso especial énfasis en la idea de que la tendencia a la especulación financiera, consustancial al capitalismo, producirá crisis económicas repetidas si no se previene mediante regulaciones efectivas. Esa es una idea clave en la visión keynesiana general, en la que los males del capitalismo pueden evitarse mediante una política económica apropiada, que incluya las regulaciones pertinentes e intervenciones del Estado cuando sea necesario.
Keynes había profetizado que si se actuaba apropiadamente, el capitalismo resolvería en tan solo unas pocas décadas “el problema económico”, la penuria y la escasez que la humanidad había enfrentado desde el comienzo de la historia. La jornada de trabajo se reduciría a unas pocas horas diarias y los seres humanos se enfrentarían a un nuevo problema, la necesidad de resolver qué hacer con su tiempo libre. Casi tres cuartos de siglo después de la muerte de Keynes y con sus políticas aplicadas en muchos países por partidos socialdemócratas y socialistas, especialmente en los países del norte de Europa (figura 1), las crisis económicas en las que el desempleo alcanza proporciones masivas siguen siendo recurrentes en el capitalismo, que en el último medio siglo ha coexistido en muchos países con desempleo crónico de larga duración. En cuanto a la jornada laboral, desde que hace ya casi un siglo se consiguió en muchos países reducirla a 8 horas desde las 12 o incluso 14 horas diarias típicas de la Inglaterra de la revolución industrial, ha habido pocos progresos y, de hecho, en muchos países en décadas recientes (particularmente en EEUU y en Japón) la jornada de trabajo ha vuelto a prolongarse, tal como ha mostrado elocuentemente Pietro Basso.
VI. Las ideas económicas en el siglo XX
En el periodo entre las dos guerras mundiales, mientras el mundo occidental pasaba por periodos de prosperidad (los “rugientes” años veinte) y recesiones (de las que la Gran Depresión de los años treinta fue la más importante), la Internacional Comunista devino cada vez más en un instrumento de política exterior de la Unión Soviética, que desde de su fundación había estado aislada y combatida por el resto del mundo. Poco interesada en promover la revolución mundial y mucho más en ser aceptada en convivencia pacífica por las potencias de la época, frente al ascenso del nazismo a mediados de los años treinta la URSS de Stalin y los partidos comunistas proclamaron la necesidad del frente único antifascista, llamando a la unidad con los antiguos socialdemócratas. Las viejas acusaciones contra la socialdemocracia, que había traicionado los intereses de la clase asalariada pasándose al capital con armas y bagajes fueron así archivadas.
Muchos factores hicieron que en la segunda mitad del siglo XX se produjera una confluencia entre las ideas “de izquierda” y la visión económica keynesiana.
En primer lugar, en la Segunda Guerra Mundial la URSS luchó junto con países capitalistas en contra de lo que entonces se presentó como “lo peor del capitalismo, el fascismo”. Resultaba así que la crítica contra el capitalismo en general quedaba relegada frente a la lucha contra “lo peor” de ese capitalismo.
En segundo lugar, las políticas de planificación y regulación de la economía en EEUU, bajo Roosevelt y Truman, de Gran Bretaña bajo los laboristas y de los países escandinavos bajo los socialdemócratas, cada vez se parecían más a una especie de transición pacífica hacia una economía mixta y planificada, quizá socialista. En esos países el Estado cada vez tenía una participación mayor en la economía y en la visión “de izquierda”, cada vez más estatista, la característica esencial del socialismo no era el ser una economía democrática, autogestionada por los trabajadores mismos, como Marx y los comunistas del siglo XIX habían propuesto, sino el ser una economía gestionada y planificada por una autoridad central que se identifica con el Estado. Que esas ideas estuvieran cada vez más diseminadas en “la izquierda” no es de extrañar, ya que las promovían tanto los partidos socialdemócratas como los partidos comunistas occidentales, que con mayor o menor entusiasmo defendían el supuesto socialismo de la Unión Soviética y los demás países entonces denominados socialistas, en los que el autoritarismo político se combinaba con un control casi absoluto de la esfera económica por parte del Estado
Figura 1 . Tasa de desempleo (en porcentaje) en cinco países europeos: España (en amarillo), Dinamarca (en rojo), Finlandia (en verde), Suecia (en morado) y Noruega (en azul). Nótese el importante aumento del desempleo a comienzos de los años noventa. Los datos disponibles en esta base de datos de la OMS-Europa solo alcanzan al 2008 y los efectos de la recesión mundial que se inició a finales del 2007 solo se reflejan en la figura en alguna medida en el caso de Suecia. Por ejemplo, según estimaciones de la Oficina de Estadísticas Laborales estadounidense, la tasa de desempleo en Suecia aumentó del 6,0% en el 2008 al 8,2% en el 2009. Las estimaciones para España en el 2009 son cercanas al 20%
En tercer lugar, muchos economistas de renombre y de posiciones políticas más o menos “de izquierda” desarrollaron una teoría más o menos difusa en la que se pretendía hacer una síntesis “superadora” de las viejas ideas de Marx con las aportaciones de Keynes y la economía académica moderna con su instrumental estadístico y matemático. Uno de ellos fue el econometrista Oskar Lange, que defendió la planificación socialista frente a las acusaciones de los economistas conservadores para los cuales es imposible que una autoridad central pueda regular eficazmente las necesidades de la sociedad, que supuestamente el mercado revela y satisface eficazmente. Michal Kalecki trabajó como economista en la Polonia gobernada por los comunistas y analizó los ciclos de expansión-recesión en la economía capitalista poniendo especial interés en la distribución del producto de la economía entre las clases sociales. Un caso particularmente interesante es el de Joan Robinson, que comenzando en la órbita keynesiana y en la crítica de la economía académica desde posiciones racionalistas de las que hay mucho que aprender, emprendió un estudio de las ideas económicas de Marx, aceptó muchas de ellas rechazando la teoría marxiana del valor, y derivó poco a poco hacia posiciones cada vez más izquierdistas, llegando a ser simpatizante del comunismo maoísta y a escribir un libro sobre la revolución cultural china.
Estos y otros autores decían inspirarse tanto en la teoría de Keynes como en las ideas económicas socialistas. Como, además, a partir de los años sesenta las ideas de Keynes comenzaron a ser consideradas erróneas, por Milton Friedman y otros astros ascendentes de la economía académica, e izquierdistas, por los políticos en el poder, muchos intelectuales izquierdistas comenzaron a creer que las ideas subconsumistas en general o las ideas de Keynes en particular tenían mucho que ver con las ideas de Marx, y que una sabia combinación de los ideales socialistas que se remontaban a Marx y la teoría económica desarrollada por Keynes y Kalecki podría explicar bien la realidad.
Dos economistas estadounidenses en particular, ambos izquierdistas, Paul Baran y Paul M. Sweezy, fueron especialmente importantes en el desarrollo de esta tendencia, ya que en sus obras y en las publicaciones de la influyente revista que fundaron, Monthly Review, Baran y Sweezy hicieron una síntesis de las ideas de Marx y de Keynes que, a su juicio, podían combinarse para entender la economía capitalista y podían ser útiles en la larga lucha del periodo de transición hacia el socialismo. Muy pocos autores se opusieron desde la izquierda a esas ideas y a la (con)fusión de las teorías de Marx y de Keynes. Entre los pocos que se opusieron a esa convergencia que en cierto sentido podría considerarse como un intento de mezclar agua con aceite podrían citarse el estadounidense William Blake, el francés Charles Bettelheim, el alemán Paul Mattick y el polaco Henryk Grossman. Estos dos últimos merecen especial mención.
Paul Mattick, obrero alemán sin formación académica que había participado en las luchas revolucionarias al final de la Primera Guerra Mundial y que luego emigró a EEUU, publicó en 1969 su obra Marx y Keynes: los límites de la economía mixta, en la que criticaba la combinación de las ideas de Marx con las de Keynes. En este y en otros muchos libros y trabajos que publicó hasta su muerte en 1981, Mattick usó la teoría de Marx para analizar la realidad económica del capitalismo del siglo XX, concluyendo que en lo fundamental el análisis de Marx era válido en cuanto a describir las tendencias generales y los mecanismos básicos del capitalismo como un sistema económico de imposible regulación, permanentemente abocado a crisis económicas y siempre generador de desigualdad social y miseria, crónica o transitoria. Mattick fue también, por cierto, uno de los primeros autores dentro de la tradición marxista que negó el carácter socialista de la URSS, ya en los años treinta.
Henryk Grossman, miembro de organizaciones socialistas en Polonia durante las primeras décadas del siglo XX, fue estadístico por formación pero su actividad profesional lo llevó hacia la investigación económica. En 1929 apareció en Alemania su obra Das Akkumulations- und Zusammenbruchsgesetz des kapitalistischen Systems (zugleich eine Krisentheorie) cuya versión en castellano, publicada en México se titula La ley de la acumulacion y del derrumbe del sistema capitalista: Una teoría de la crisis. En esta obra, basada en una extensión del análisis de Marx, Grossman criticó las nociones económicas de economistas socialdemócratas como Otto Bauer y reafirmó mediante un análisis teórico basado en la teoría del valor de Marx la idea de que las crisis son un fenómeno consustancial al capitalismo. Parecería que la publicación del libro en 1929, justamente meses antes de que comenzara la Gran Depresión —quizá la mayor crisis de la economía capitalista hasta hoy día— le hubiera augurado un gran éxito intelectual. Pero no fue así, la obra fue ignorada no sólo por la economía académica sino también por los economistas “de izquierda”. Solo se tradujo al inglés en una versión malamente resumida y fueron pocos quienes, como Paul Mattick, consideraron que Grossman era un autor clave y que sus teorías económicas constituían un desarrollo científico de la teoría de Marx.
Pero la ciencia avanza con muy distintas contribuciones y sería absurdo pensar que no se puede aprender casi de cada autor que escribe o investiga sobre algo. ¿No es entonces absurdo oponerse a un sano eclecticismo que toma lo que es justo de cada autor y así va generando conocimiento científico sólido? Sí, así es. Sin embargo, es peligroso confundir el conocimiento científico sólido con la acumulación de ideas mal cocidas y sin coherencia interna. La ciencia, que no es más que conocimiento sistematizado, avanza resolviendo sus contradicciones internas y generando teorías más amplias que superan las incompatibilidades entre las observaciones y las previsiones de la teoría. Veamos entonces cuáles son las diferencias esenciales entre las teorías de Marx y las de Keynes, por qué esas teorías no son compatibles y, sobre todo, qué es lo que ocurre en la realidad económica, que es mucho más importante que quién dijo esto o aquello.
VII. La dinámica del capitalismo
En la visión keynesiana el defecto principal de la economía capitalista es que la oferta agregada (la suma de todos los precios de lo que se ofrece en el mercado), tiende a ser mayor que la demanda agregada efectiva (el dinero disponible para adquirir esos bienes en el mercado). Existe así una falta de demanda que tiende a deprimir la economía. La solución keynesiana es que el gobierno gaste más de lo que recolecta en impuestos para crear demanda. Por otra parte, un aumento de los salarios implicaría un aumento de la demanda y, por tanto, un estímulo a la economía y así muchos keynesianos piensan que el aumento de salarios siempre mejora el funcionamiento del sistema. De todas formas, muchos keynesianos también son conscientes de que un aumento de salarios puede afectar la ganancia, y por ese lado la inversión. El propio Keynes temía que incrementos salarios excesivos pudieran afectar a las ganancias empresariales y en nuestros días keynesianos como Dean Baker afirman claramente que es necesario que en países como España haya un “reajuste”, es decir una disminución, de salarios.
Marx ve las cosas de otra manera. En primer lugar, para Marx el aumento de salarios ocurre en las épocas en las que la economía está boyante, en expansión, o sea, cuando el capital se acumula rápidamente, cuando hay mucha inversión. En concreto, según explica Marx en el capítulo de El Capital dedicado a la ley general de la acumulación capitalista, los salarios suelen crecer como consecuencia de un periodo de expansión intensa, cuando hay buenas ganancias y las empresas contratan y se reduce el desempleo. Y entonces hay dos posibilidades. En primer lugar puede que los salarios continúen
«subiendo, porque su alza no estorbe los progresos de la acumulación; esto no tiene nada de maravilloso, pues, como dice Adam Smith, “aunque la ganancia disminuya los capitales pueden seguir creciendo, y crecer incluso más rápidamente que antes”».
La otra posibilidad es que la inversión se amortigüe al subir el salario
«si esto embota el aguijón de la ganancia. La acumulación disminuye, pero, al disminuir, desaparece la causa de su disminución [...]. Es decir, que el propio mecanismo del proceso de producción capitalista se encarga de vencer los obstáculos pasajeros que él mismo crea. El precio del trabajo vuelve a descender al nivel que corresponde a las necesidades de explotación del capital, nivel que puede ser inferior, superior o igual al que se reputaba normal antes de producirse la subida de los salarios.»
Resulta así que la cuantía en que hay inversión, o sea la tasa de inversión, o en la terminología de Marx la tasa de acumulación, es la que determina los salarios, no al revés. Según Marx:
«Para decirlo en términos matemáticos: la magnitud de la acumulación es la variable independiente, la magnitud del salario la variable dependiente, y no a la inversa.»
Lo que significa que
«A grandes rasgos, el movimiento general de los salarios se regula exclusivamente por las expansiones y contracciones del ejército industrial de reserva [la masa de desempleados], que corresponden a las alternativas periódicas del ciclo industrial [el énfasis es de Marx].»
Que estas ideas de Marx son muy distintas a la visión de la escuela keynesiana lo muestra claramente por ejemplo la siguiente cita del ensayo de Kalecki sobre lucha de clases y distribución del ingreso (“Class struggle and distribution of national income”):
«...un aumento salarial indicativo de que la fuerza de los sindicatos está en alza conduce —contrariamente a lo que enseñan los preceptos económicos clásicos— a un aumento del empleo. E, inversamente, una reducción salarial, indicativa de una disminución del poder de negociación colectiva de los sindicatos, lleva a una disminución del empleo. La debilidad de los sindicatos en una depresión, manifestada por la posibilidad de que se recorten los salarios, contribuye a que el desempleo se agrave, no a que se reduzca.»
Lo que Kalecki llama aquí “preceptos económicos clásicos” coincide en este caso precisamente con la visión de Marx.
Mientras que la idea de que los aumentos salariales estimulan el crecimiento de la economía capitalista implica una dirección de causalidad desde el consumo, basado en la adquisición de bienes por los asalariados, al crecimiento económico, en la visión de Marx la dirección de causalidad es justamente la inversa, ya que es la economía en expansión, por haber mucha inversión, o sea una tasa elevada de acumulación, la que aumenta la demanda de fuerza de trabajo y hace así que tienda a aumentar el nivel de los salarios y el consumo. La idea de que el aumento de los salarios crea demanda y favorece el crecimiento económico —a menudo defendida por sindicatos o por autores izquierdistas— tiene así poco que ver con la idea de Marx.
Nótese cómo esa idea de Marx de que el movimiento general de los salarios, en lo fundamental se regula por las expansiones y contracciones del ejército industrial de reserva, que corresponden a las alternativas periódicas de los ciclos de expansión y recesión, podría interpretarse como una exageración economicista de Marx. Y de hecho, Marx ha sido algunas veces acusado por autores de izquierdas de ser economicista. “Todos sabemos que el que suban o no los salarios depende fundamentalmente de la lucha de clases”, podría argüir cualquier intelectual de izquierdas entre las nubes de humo de su pipa. Pues resulta que Marx no lo ve así. A pesar de que Marx siempre apoyó las luchas obreras por subidas salariales y mejores condiciones de vida —y dedicó uno de sus folletos, Salario, precio y ganancia, a defender la idea de que los trabajadores pueden conseguir mejoras a partir de sus luchas— en su obra general se opuso rotundamente a la idea de que esas luchas sean un factor decisivo en la determinación de las condiciones de vida de los asalariados. Por eso atacó resueltamente la idea de los miembros de los sindicatos ingleses, las trade unions, de que lo fundamental, como el socialismo está todavía lejos, es la lucha por mejores condiciones de vida y mejores remuneraciones.
La historia de ya casi siglo y medio de capitalismo desde la muerte de Marx parece haber dado la razón a Marx en qué es lo que determina fundamentalmente los salarios. En lo que hace a ingresos las condiciones de vida de los asalariados han mejorado sobre todo en las épocas de expansión y crecimiento del capitalismo. Las huelgas y las luchas sindicales pueden haber tenido un papel importante en esa mejora. Pero cada vez que la crisis y el desempleo masivo han sacudido la estabilidad de la sociedad y de la economía del capital, las condiciones de vida de los trabajadores se han deteriorado. En EEUU los panegiristas del capitalismo veían una sociedad en la que los trabajadores cada vez vivían mejor, cada uno ya propietario de su automóvil, su casa y su jardín. El grado en que los estadounidenses son poseedores de vivienda ha aumentado constantemente durante las décadas recientes, decían durante los años ochenta y noventa las apologías del capitalismo. Pero desde la crisis que comenzó a finales del 2007, la frecuencia con que esas viviendas han pasado a poder de los bancos que habían dado las hipotecas para comprarlas y la frecuencia con que sus “propietarios” han sufrido desahucio ha aumentado enormemente. Y el proceso sigue en pleno desarrollo. La tasa mensual de hipotecas falladas en EE.UU. ha seguido siendo muy alta en el 2009 y en el 2010, lo cual es muy fácil de explicar por las altas cifras de desempleo, que aumentó durante la crisis hasta casi 10% de la población activa, duplicando la tasa de desempleo anterior a la crisis.
VIII. Inversión, salarios y crisis
Frente a la idea de la economía académica de que la economía de mercado tiende al equilibrio y al crecimiento sostenido, en la realidad económica del capitalismo los periodos de crecimiento económico más o menos intenso han alternado irregularmente con crisis, es decir, periodos de recesión o depresión económica. Por ejemplo, según la cronología generalmente aceptada del National Bureau of Economic Research (NBER), en la economía estadounidense hubo 17 recesiones o crisis a lo largo del siglo XX, de forma que, por término medio, hubo una crisis cada seis años (ya que 100/17 = 5,9). Los años en que se inició una recesión, agrupados por décadas, fueron los siguientes:
1902 1907
1910 1913 1918
1920 1923 1926 1929
1937
1945 1948
1953 1957
1960 1969
1973
1980 1981
1990.
En lo que va de siglo XXI ya ha habido dos recesiones, la que se inició en el 2001 y otra en el 2007. No hay ninguna regularidad en esas fechas, salvo que hay una recesión “cada varios años”, que pueden ser “pocos” (como en las recesiones que ocurrieron en el segundo decenio del siglo) o “muchos” (como ocurrió cuando a la breve recesión de 1990 siguió la larga expansión de los años noventa que solo acabó en la recesión, también breve, del 2001). Por otra parte, si en vez del intervalo entre el comienzo de recesiones sucesivas examinamos la duración de cada recesión misma, de esas 19 recesiones, la mayoría duraron poco más o menos un año, algunas se prolongaron más y la Gran Depresión que comenzó a finales de 1929 según el NBER duró 43 meses, hasta mediados de 1933, aunque algunos consideran que realmente se prolongó en “la recesión de Roosevelt” de 1937-1938, de forma que la crisis solo se habría superado al final de la década, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial.
Las estadísticas muestran por otra parte que las ganancias empresariales que en general aumentan a lo largo de los periodos de expansión, se estancan y luego comienzan a disminuir unos pocos trimestres antes de que comience la recesión. Esto ya lo vieron economistas como Wesley Mitchell o Jan Tinbergen y lo prueban claramente las estadísticas de la economía estadounidense desde la Gran Depresión hasta el presente (como he mostrado en otra parte ). Durante el comienzo de la recesión las ganancias disminuyen mucho, pero luego comienzan a aumentar rápidamente y eso lleva la economía otra vez a la expansión.
En cuanto a los salarios, los datos muestran que tienden a aumentar antes de que comience la recesión, pero durante la recesión disminuyen. Esto es difícilmente compatible con lo que a menudo arguyen los keynesianos, que afirman que en una recesión la caída de salarios no mejora las expectativas de reactivación, porque disminuiría la demanda efectiva. Así lo explica Michael Kalecki en uno de los capítulos de The faltering economy:
«Supongamos que [en una situación de depresión] los salarios obreros se han reducido e igualmente se han reducido los impuestos y su contrapartida, los salarios de los funcionarios. Los empresarios se encuentran ahora, debido a las “mejores” relaciones precios-salarios en situación de utilizar su equipo a capacidad completa y, en consecuencia, el desempleo desaparece. ¿Se ha resuelto la depresión? De ninguna forma, porque los bienes producidos aún tienen que venderse. Ahora bien, la producción ha aumentado considerablemente y como resultado de un aumento en la relación precio salario la parte de la producción equivalente a las ganancias (incluyendo la depreciación) de los capitalistas (empresarios y rentistas) ha aumentado incluso más. Una condición previa para el equilibrio a este mayor nivel es que esta parte del producto que no es consumida por los trabajadores ni por los funcionarios sea adquirida por los capitalistas con sus ganancias adicionales; es decir, que los capitalistas deben gastar inmediatamente sus ganancias adicionales en consumo o inversión. Que suceda esto es, sin embargo, muy improbable, ya que el consumo de los capitalistas cambia poco a lo largo del ciclo económico. Es cierto que el aumento de la rentabilidad empresarial estimula la inversión, pero este estímulo no obra de inmediato [énfasis mío, JATG] ya que los empresarios vacilarán hasta que estén convencidos de que la mejora de la rentabilidad es duradera. El efecto inmediato del aumento de las ganancias será así un aumento de las reservas monetarias en manos de los empresarios y en los bancos. Sin embargo, los bienes correspondientes al aumento de las ganancias seguirán sin venderse. El aumento de inventarios sonará la alarma para que haya una nueva reducción de precios de los bienes que no encuentran salida. Así el efecto de la reducción de precios resultará cancelado. Una vez considerados todos los efectos, solo habrá ocurrido una reducción de precios, que anulará la ventaja de la reducción de costos para los empresarios, ya que el desempleo, yendo de la mano con la subutilización del equipo, reaparecerá.»
Pese a este razonamiento de Kalecki, las estadísticas económicas muestran que, en cada recesión los salarios disminuyen, tanto más rápidamente cuanto más se eleva el desempleo, y la rentabilidad empresarial pronto aumenta, como consecuencia no sólo de la caída salarial sino de la destrucción de capital generada por las quiebras y bancarrotas que aumentan la cuota de mercado de las empresas que pasan la crisis. Así se recupera la tasa de ganancia y las masas de dinero cuyos propietarios no sabían cómo invertir vuelven a funcionar como capital, es decir, como valor generador de ganancia. De hecho, las estadísticas de la economía estadounidense indican que, pese a la afirmación de Kalecki en sentido contrario, la inversión es muy sensible a los cambios de rentabilidad, con un desfase de tan solo unos pocos trimestres.
Aunque Marx no contaba con datos estadísticos para estudiar esos fenómenos, su investigación y su entendimiento teórico del capitalismo le permitieron entender perfectamente cómo la inversión depende de la rentabilidad, es decir, de la proporción entre la ganancia y el capital invertido. Así en El Capital Marx citó con aprobación al sindicalista inglés Thomas Dunning, quien afirmaba que el capital
«tiene horror a la ausencia de ganancia o a la ganancia demasiado pequeña, como la naturaleza tiene horror al vacío. Conforme aumenta la ganancia, el capital se envalentona. Asegúresele un 10% y acudirá adonde sea; un 20%, y se sentirá ya animado; con un 50%, positivamente temerario; al 100%, es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas; el 300%, y no hay crimen a que no se arriesgue aunque arrostre el patíbulo. Si el tumulto y las riñas suponen ganancia, allí estará el capital encizañándolas.»
Por eso, en cada crisis económica es fundamental la recuperación de la ganancia empresarial que suscitará inversión y, a su vez, demanda. Claro está que entender eso lleva de inmediato a ver cómo las crisis, en las que se multiplica el desempleo y quiebran por docenas o cientos las empresas, sobre todo pequeñas y medianas, son consustanciales y funcionales al capitalismo, y que las luchas salariales y por reformas son solo escaramuzas en la pugna entre capital y trabajo. En esas luchas una y otra vez el capital llevará las de ganar, aunque los asalariados puedan lograr alguna victoria temporal. Pero los asalariados llevarán todas las de ganar cuando colectivamente, como enorme mayoría que son en la sociedad, se decidan a la lucha decisiva en la que no cuestionen la cuantía de su explotación, sino la explotación misma.
Esa lucha es hoy cada vez más necesaria no solo para acabar con la esclavitud asalariada, la desigualdad y la miseria, sino con la irracionalidad de un sistema cuya tendencia al crecimiento desbocado está destruyendo a ojos vistas las bases naturales materiales —el clima, los recursos naturales renovables y no renovables— sobre las que se basa la existencia de la sociedad humana.
Referencias citadas
Basso, Pietro, Modern times, ancient hours: working lives in the 21st century (trad. y ed. por G. Donis, Londres, Verso, 2003)
Bellamy, Edward: El Mercado, Wells, H. G: Miseria de los zapatos (trad. E. Barón). Madrid, Zero-Zyx, 1978.
Kalecki Michal. Class struggle and distribution of national income. En Collected Works, Vol. II — Capitalism, economic dynamics, ed. por J. Osiatyński y trad. de C. A. Kisiel. Nueva York: Oxford University Press, 1991, p. 102.
Kalecki, Michal., en The faltering economy, comp. de J. B. Foster y H. Szlajfer (Nueva York, Monthly Review Press, 1984, p. 128).
Luxemburg, Rosa, Introducción a la economía política (trad. de Horacio Ciafardini). Madrid, Siglo XXI, 1974.
Marx, Carlos. El Capital: Crítica de la economía política, Vol. I (trad. W. Roces, México, Fondo de Cultura Económica), cap. XXIII, “La ley general de la acumulación capitalista”.
Nota : En todas las citas textuales de obras en ingles lo que entrecomillo o reproduzco en letra pequeña es mi propia traducción al castellano.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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