A raíz de un flujo impresionante de investigación teórica y experimental, muchos economistas están ya acostumbrados a la idea de que la gente posee preferencias sociales (es decir, interdependientes). Esta opinión se apoya en una amplia literatura que muestra que los sujetos experimentales, usando protocolos experimentales clásicos, actúan como si trataran de maximizar una función objetivo en la que, además de su propio interés, tienen en cuenta el bienestar de los otros individuos que participan en el experimento.
Uno de los modelos más importantes para explicar estos resultados es el de Fehr y Schmidt (1999) sobre preferencias sociales (aversas a la desigualdad). Aunque estos autores dicen al principio de su artículo que “casi todos los modelos económicos suponen que toda la gente persigue exclusivamente su propio interés material y no les importan otros objetivos sociales per se”, el debate sobre la interdependencia de las preferencias ciertamente no comienza con ellos. La primera vez que se usa la expresión “preferencias sociales”, hasta donde nosotros sabemos, es en un artículo de John Harsanyi (1955), que la utiliza para argumentar que las funciones de bienestar social deben ser vistas como “preferencias sociales”, es decir, juicios de valor individualistas sobre la situación material de todos los miembros de una sociedad.
Tampoco es correcto que los economistas no hubieran pensado antes (de estos nuevos modelos) que la gente persigue algo más que su propio bienestar material. Jörgen Weibull (2004) argumenta que la afirmación de algunos economistas experimentales de que algún concepto de equilibrio ha sido violado en el laboratorio no es correcta en el contexto en el que suele hacerse, porque estos investigadores no observan las preferencias de los sujetos ni sus creencias y, típicamente, suponen que a los sujetos experimentales sólo les importan sus propias ganancias monetarias. Como decía Sen (1977), a los economistas sólo nos importa describir el dominio de las preferencias individuales en entornos de interés y si estas preferencias son estables con respecto al marco estratégico de referencia.
A continuación, para introducir las principales versiones de la teoría de las preferencias sociales propuestas en la literatura, presentamos los marcos experimentales que se han utilizado con más frecuencia para demostrar el contenido empírico de dichas preferencias. Nos referimos al juego del ultimátum y al juego del dictador. En el juego del ultimátum, dos jugadores, Ana y Blas tienen que decidir cómo repartir una suma de dinero, digamos 1 Euro. Ana (la proponente) hace una oferta a Blas (el respondedor). En caso de que el respondedor acepte, el reparto del dinero se realiza conforme a la decisión del proponente; sin embargo, si el respondedor rechaza la oferta, ninguno de los dos jugadores recibe nada.
Aunque hay muchos equilibrios de Nash en este juego, el único equilibrio perfecto en subjuegos consiste en que Ana ofrezca la mínima cantidad posible de dinero y que Blas acepte. Este sería el resultado en un marco “típico”, bajo la hipótesis de que a los dos jugadores sólo les preocupan sus propias ganancias. En contraste con esta predicción, en el laboratorio se observa que los proponentes suelen ofrecer el 30-40% de la suma que se debe repartir, ofertas que los respondedores suelen aceptar. Además, existe una proporción respetable de proponentes que ofrecen el 50% de la suma que hay que repartir. Ofertas menores del 30% suelen ser rechazadas con bastante frecuencia. Resultados parecidos han sido observados bajo una gran variedad de condiciones experimentales (véanse Kagel y Roth, 1995, y Camerer, 2003).
Una de las cuestiones clave que el protocolo experimental del juego del ultimátum no permite identificar es si: a) el comportamiento del proponente a favor de un reparto más igualitario es debido a una sincera aversión a la desigualdad (altruismo puro) o, más bien, b) al miedo “estratégico” del rechazo de una oferta demasiado baja por parte de un respondedor suficientemente “envidioso”.
Para distinguir entre estas dos alternativas, Forsythe et al. (1994) comparan resultados en el juego del ultimátum con el juego del dictador, en el que Ana (el dictador) propone dividir una cantidad fija de dinero con Blas. A diferencia del ultimátum, Blas ahora no puede rechazar la oferta y ambos reciben lo que propone el dictador. Esta modificación elimina consideraciones estratégicas en la oferta (Ana ya no tiene nada que temer), y da lugar a un cambio dramático a la baja en las ofertas se las comparamos con las del juego del ultimátum: la moda de las ofertas pasó del 50-50 en el juego del ultimátum a una oferta 100-0 en el juego del dictador. No obstante, las ofertas en promedio no caen a cero (como cabría esperar si Ana sólo intentara maximizar sus propias ganancias monetarias y no tuviera en cuenta las ganancias de Blas). Además, sigue habiendo una pequeña fracción de dictadores que proponen el reparto igualitario.
La comparación entre el juego del dictador y el juego del ultimátum muestra con claridad que las consideraciones estratégicas (previsión de un posible rechazo a las ofertas bajas) afectan sustancialmente el comportamiento de la gente. Consideraciones parecidas se revelan si se modifica el marco del juego del ultimátum introduciendo competencia, bien por el lado de los proponentes, bien por el lado de los respondedores. Roth et al. (1991) analizan un simple mercado en el que múltiples compradores (nueve en la mayoría de las sesiones) hacen una oferta por un objeto que tiene un mismo valor para todos, y que no vale nada para el vendedor. El protocolo de asignación es tal que el comprador puede aceptar o rechazar la oferta más alta. Si acepta la oferta, ése es el precio al que se vende el objeto; si la rechaza, no se vende. En este caso, la oferta de los compradores pronto converge a su valor. Fischbacher et al. (2009) modifican el marco de referencia introduciendo múltiples vendedores, cuyas ofertas convergen pronto a cero.
Concluimos discutiendo un concepto relacionado, la reciprocidad, que se ha propuesto para complementar el papel de las preferencias sociales en situaciones en las que los agentes toman decisiones de manera secuencial. Es decir, en entornos en los que los decisores de rondas posteriores pueden condicionar su comportamiento a las acciones realizadas por sus predecesores.
Volvamos al juego del ultimátum y consideremos la situación de Blas después de recibir una oferta muy “tacaña” de Ana. Blas mantiene sus preferencias sociales, pero esa acción “inaceptable” puede alterar su escala de valores, lo que lleva al rechazo de la oferta de Ana solo por “castigar” su mala conducta (incluso aun cuando ese reparto hubiera sido considerado aceptable en otro entorno). Es decir, no acepta la oferta para dar una lección a Ana. Para decirlo de otra manera, la reciprocidad amplía el ámbito de las preferencias sociales ya que los agentes añaden un juicio moral a las acciones, no solo a los resultados.
Hay muchos entornos económicos en los que los motivos de reciprocidad que acabamos de describir parecen bastantes realistas, lo que justifica la aplicación general del principio de reciprocidad para explicar, por ejemplo, el papel de los castigos para mejorar la contribución en juegos de bienes públicos (Fehr y Gachter, 2000), o la sostenibilidad de la cooperación en juegos de confianza (Berg et al. 1995).
Este texto fue tomado de:
Cabrales, A., & Ponti, G. (2011). Preferencias sociales. In P. Brañas (Ed.), Economía experimental y del comportamiento (pp. 109–124). Anthony Bosh Editor.
Bibliografía
Berg, J., Dickhaut, J., & McCabe, K. (1995). Trust, reciprocity, and social history. Games and economic behavior, 10, 122–142.
Camerer, C. (2003). Behavioral game theory (p. 544). Princeton University press.
Fehr, E., & Gächter, S. (2000). Fairness and retaliation: The economics of reciprocity. Journal of Economic Perspectives, 14(3), 159–182.
Fehr, E., & Schmidt, K. (1999). A theory of fairness, competition, and cooperation. Quarterly Journal of Economics, 114(3), 817–868.
Fischbacher, U., Fong, C., & Fehr, E. (2009). Fairness, errors and the power of competition. Journal of Economic Behavior & Organization, 72(1), 527–545.
Forsythe, R., Horowitz, J., Savin, N., & Sefton, M. (1994). Fairness in simple bargaining experiments. Games and Economic Behavior, 6, 347 – 396.
Harsanyi, J. (1955). Individualistic ethics and interpersonal comparisons of utility. Journal of Political Economy, 63(4), 309–321.
Kagel, J., & Roth, A. (1995). The handbook of experimental economics. Princeton: Princenton University Press.
Roth, A., Prasnikar, V., Okuno-Fujiwara, M., & Zamir, S. (1991). Bargaining and market behavior in Jerusalem, Ljubljana, Pittsburgh, and Tokyo: An experimental study. The American Economic Review, 81(5), 1068–1095.
Sen, A. (1977). Rational fools: A critique of the behavioral foundations of economic theory. Philosophy & Public Affairs, 6(4), 317–344.
Weibull, J. (2004). Testing game teory. In S. Huck (Ed.), Experiments and Bounded Rationality: Essays in Honour of Werner Güth. Palgrave Macmillan.
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