A veces no nos damos cuenta, porque son
pequeños detalles que se nos pasan por alto
por cotidianos, pero nos facilitan enormemente la vida. Rara vez nos paramos a pensar en
ellos, la verdad, pero cuántas gracias tenemos
que dar a los ingenieros por tantas cosas, por
sus ocurrencias y sus inventos, tan simples y a
menudo tan eficaces. Si yo fuera ingeniero,
me cabrearía que la gente los ignorara, porque seguro que te tienes que devanar la sesada de mala manera para conseguirlos. Bueno,
digo yo que serán los ingenieros los que
hacen esas cosas, ¿no? O al menos yo se las
atribuyo a ellos. ¡Qué ingenio, dios! Y de tal
ingenio, tal obra de ingeniería.
Por ejemplo, una caja de cartón. Las hay
que rayan la perfección, con departamentos
interiores, tapas múltiples y recovecos, que las
convierten en auténticas obras de arte. Y más
cuando la deshaces, coño, que te quedas
admirado del ingenio que le ha tenido que
echar el tío al tema, para poderla construir
con tan sólo una simple placa de cartón, en
una sola pieza, media docena de cortes y unas
cuantas dobleces por aquí y por allá. Se necesita agudeza, ocurrencia e imaginación a raudales para crear tales artilugios casi perfectos.
Son la leche afilándose el coco. ¡Qué tíos!
Me acuerdo que, de niño, de vez en cuando
iba a una mercería de las de entonces, de aqué-
llas de barrio de toda la vida. Para empezar, te
quedabas extasiado viendo como allí "se cogen
puntos a las medias" con un aparatito ruidoso
que intuías mágico total, porque, luego, en las
medias de mi madre no se notaba cicatriz alguna. Estaba cerca de mi casa, y yo cada vez que
iba le pedía al buen señor que si tenía una caja
de botones vacía que me la diera. Eso lo hacíamos los niños de entonces sin que a nadie le
pareciera mal, ni nos mandaran a hacer puñetas. Igual que cuando jugábamos al fútbol en
plena calle y entrábamos al bar de la esquina a
que nos dieran un vaso de agua. Además de
dártelo gratis total, por supuesto, te sonreían y
te animaban a seguir jugando y a chutar así o
asao. Anda que si es hoy… Bueno, pues cuando el de la mercería que te contaba te daba una
caja de aquéllas, la guardabas como oro en
paño, porque tenían una subdivisión interior y
la tapa partida al medio, con ambas mitades
sujetas por una goma, lo que te permitía levantar la tapa de un departamento mientras el del
otro lado permanecía cerrado a cal y canto.
¡Qué misteriosa gozada a los ojos infantiles! Yo
en uno guardaba avispas y en el otro lagartijas.
Me lo pasaba divino con esas cajitas, y las guardaba y mimaba como si de un tesoro se tratara.
¡Qué tiempos! ¿Cómo era aquella canción? Ah,
sí: "qué tiempo tan feliz, que nunca olvidaré…"
¿Te acuerdas?
Y volviendo al presente, mira, sin ir más
lejos, lo del tapón que convierte a las botellas
en irrellenables. Qué simpleza, ¿no? Pues ni a
ti ni a mí se nos había ocurrido, listo, pero
hubo a quien sí. En fin, a lo mejor lo del tapón
irrellenable no es de lo mejorcito, bueno, o
casi, porque el que inventó el sistema dejó
entreabierta la puerta para que pudieran ser
rellenables de nuevo. Así nos dan el güisqui
que nos dan. Pero ya me entiendes: son deta
lles nimios, que despreciamos o simplemente
ignoramos, pero importantísimos a veces.
No te digo nada de los inventos que implican un mayor grado de seguridad para el
usuario de cualquier artilugio potencialmente
peligroso. Por ejemplo, la simpleza de que los
capuchones de los bolígrafos "Bic" de toda la
vida, vengan desde hace tiempo con un agujerito al final del capuchón.
¿No te has fijado?
Pues ese detalle habrá salvado cantidad de
vidas de niños, y de adultos,
que en un descuido lo metieron en la boca y se les coló, y
que de otro modo les hubiera
provocado un cuadro asfíctico
mortal, como antes sucedía. Es
verdad que en eso hemos progresado, como en tantas otras
cosas, y para bien. Si es que
hay gente para todo, y como
cada día exigimos más, pues
ellos inventan más. Todo eso,
aplicado a los envases de productos farmacéuticos, ha sido
un éxito. Los tapones a prueba
de niños, otro ejemplo más.
Pero, claro, hay veces que
obsesionados por la perfección y atosigados por una
Adminis-tración no menos
obsesionada con las medidas de seguridad de
los envases, pues se pasan. Por ejemplo, en
la industria farmacéutica.
El otro día, a las dos de la madrugada,
suena el teléfono. Estoy de guardia y en urgencias. Una señora de mediana edad, bueno,
para la que por aquí se estila, o sea, de unos
setenta años, se disculpa de antemano por lo
que me va a pedir, me dice que comprende que
no me vaya a parecer bien, pero, por favor, que
necesita ayuda. Somnoliento, le digo que no se
preocupe, que me diga en qué cree que puedo
ayudarla, y me lo suelta de sopetón:
- Es que el médico le ha mandado esta
mañana un jarabe a mi padre, ¿sabe?, y quería ver si podía venírselo a dar usted, porque
mire que lo he intentado, pero soy incapaz de
abrir el maldito frasco y me estoy poniendo
de los nervios.
- Pero mujer, si es bien fácil, tráigame el
frasco…
- Si es que no puedo
dejarlo sólo, que tiene la
cabeza perdida y estoy sola
con él. Si pudiera… Que
mire qué horas son y a ver a
quién recurro yo si no. Si
tarda un minuto, hombre…
- A ver, déme el teléfono,
que yo la llame y compruebe que no me está tomando
el pelo.
Ratificada la veracidad de
la llamada, me armé de
paciencia y comprensión,
cogí el coche del centro y me
fui para allá ante la sorpresa
y el desagrado de mi compa-
ñero de guardia, que bramaba al fondo eso de "joder,
pues que llame a los bomberos, no te digo...". Afortunadamente vive a
menos de un kilómetro del centro y llegué en un
pis-pas, en plan Superman. Ya, ya. Y mira que
tengo yo unas manitas que dios me dio como
para partir nueces, ¿eh? Pues que si quieres
arroz, Catalina. No quedé en ridículo de milagro, y al final, cuchillo de cocina en mano tuve
que destrozar el jodío tapón que casi puede
conmigo. Fue una pelea en condiciones, cómica
total, a brazo partido, créeme, que si ves cómo
estaba de agarrado el susodicho taponcito de
aluminio… ¡La madre que lo parió! No había
quien le rompiera las pestañitas de sujeción. Y
luego, a punta de cuchillo también, retirar el otro
taponcito de
aluminio… ¡La madre que lo parió! No había aluminio… ¡La madre que lo parió! No había quien le rompiera las pestañitas de sujeción. Y luego, a punta de cuchillo también, retirar el otro taponcito de plástico, que no había manera de echarle mano. Lo dejé destrozado e inservible y me rebocé con el puñetero jarabe. Pero lo abrí, menos mal, ¡qué machada, tú!
Pues a los pocos días llega una de un pueblo de al lado, que se ha cortado en la mano.
Mientras empiezo a preparar todo para la sutura, la mujer, ya anciana, me comenta lo sucedido:
- Mire que se lo tengo dicho a don Juan: "cámbieme las cláusulas, que éstas que vienen en un bote no soy para abrirlas". Y él me dice "que no, mujer, que no será para tanto". Cuando voy a la farmacia, le pido a doña Ana que me lo abra ella con el cuchillito ese que corta el cupón de las cajas, ya me entiende, pero ayer, como había tanta gente, pues que me dio no sé qué y no le dije nada. Y como a ella se le pasó, pues
al ir a la cama me acordé que la tenía que tomar, y como no podía abrir el bote, pues lo intenté con una navajita, y ya ve la que he preparado, que a poco más y me quedo manca.
Pensé en lo exagerada que es, a veces, la gente. Pero como la curiosidad podía conmigo, al día siguiente, el que fui a la farmacia fui yo. ¿Que qué pasó? Pues que la mujerita tenía razón. ¡Anda, intenta con ochenta años abrir el botecito de Tranxilium 5, salao! Viene plastificado que no veas, y hasta que le encuentras por dónde echarle mano… No te digo si encima tienes cataratas, claro, que me pongo en su lugar y es que es para cabrearse. ¿O no? Pues di lo que quieras, colega, pero de mis CD el noventa por ciento tienen la carcasa rayada, porque como no eche mano a un boli o al estilete de abrir las cartas… Me pone de los nervios el hermetismo de su papel de celofán.
¿Y los blíster de aluminio? Los hay que, presionando tal como dice el fabricante, destrozas la cápsula, rompes la de al lado entre jadeos, arrugas al resto y cuando lo logras, te sale espachurrada. Lo que yo te diga. Y con los omeprazoles no te quiero ni contar.
Medidas de seguridad, todas las que se puedan, bienvenidas sean. Pero, coño, que sean razonables, pensando en el usuario final, hombre, que muchas veces los enfermos, y más si son ancianos, tienen limitaciones sensoriales y físicas lo suficientemente importantes como para que esas medidas, a veces excesivas sin ayuda, sean poco menos que insalvables.
Y no te digo nada cuando a todo ello se une una buena dosis de ignorancia; y de impericia en el tema, como es mi caso. Mira que parece sencillo, ¿eh? Pues no veas cómo las pasé de canutas la primera vez que tuve
que poner a un paciente su primer parche de Durogesic. ¡Si es que no había por dónde abrirlo! Y yo venga a leer las instrucciones, y nada, que no daba con el truco. Cuando más desesperado estaba, sólo por error, acerté.
Por eso, más de una mañana, ante la taza de café humeante y las tostadas calentitas, pienso en mis pacientes ancianos, cada vez que estreno un frasco de mermelada. ¿Cómo coños se las arreglarán ellos para abrir el frasco? Porque yo, con el "open" hacia allá, venga a resoplar mientras lo intento. Al final, claro, a porrazos con el culo del frasco contra el suelo y el alma en vilo: ¡Dios mío, que no se me llenen las manos de mermelada de naranja amarga! Bueno, o sí, y me las chupo, que no me importa.
Si, ya sé que las tostadas con aceite de oliva están a esas horas de muerte. Pero, anda, que con la de naranja amarga... ¡Ni te digo!
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